ADIOS A CESAREO REY, SIMBOLO DE LA TRASHUMANCIA

Cesáreo Rey fue un símbolo, un luchador, un jabato, de impresionante talla humana, en el campo de la trashumancia en Extremadura.

Cesáreo Rey, en fotografía de Lorenzo Cordero en el periódico «Hoy».

Días pasados nos dejó Cesáreo Rey, un pastor a caballo entre los de ayer y los de hoy, que, desde la profunda cultura de campo, su esfuerzo infatigable y su lucha, cuajada de vida y pasión por el oficio que mamó desde siempre, por algo que le enorgulleció, es un referente de la trashumancia en Extremadura.

Abulense de nacimiento, de Navacepedillo de Corneja, un pequeño pueblo donde casi todos sus habitantes vivieron del pastoreo y la trashumancia, extremeño de compromiso, de ley y honor, con la riqueza de los campos que descubriera en nuestra región, siempre con su ganado de merinas trashumantes, de respeto con el proceso histórico a través de las hondas raíces vertebrales de esta tierra, a la que tanto y tantos marginaron con sus silencios y sus olvidos. Pero Cesáreo, todo corazón y todo coraje, supo ser un superviviente en medio de la corriente de la modernidad que todo lo arrasa.

Cesáreo Rey, que tantas páginas e imágenes de medios de comunicación ha llenado con su rebaño trashumante, a estas alturas del siglo XXI, qué osadía y qué obra más gigantesca, y que un día de 1993, bajando de las montañas leonesas –a las que subía con el ganado en busca de los agostaderos– en el regreso hacia los pastos extremeños se adentró por el corazón de Madrid con su gigantesco rebaño de 2600 ovejas merinas, transitando entre la Casa de Campo, la Cuesta de la Vega, la calle Mayor, la Puerta del Sol, la Plaza de Cibeles y llegarse hasta la Puerta de Alcalá, tras pagar unos simbólicos maravedíes por el paso por la villa, con sus carneros y sus caballos y sus pastores y sus mastines con carlancas, y sus morrales ganaderos con unas hogazas de pan y tocino y chorizo y queso puro de oveja, claro, que partían con una navaja, fue una persona reivindicativa desde la serenidad de conciencia, desde su convicción moral… Y es que, precisamente, por el centro de Madrid transcurre, al menos, ya, metafóricamente, una de las Cañadas Reales. 

Cesáreo, fiel defensor de la sensibilidad social, cultural y ecológica, aguantó estoicamente el vendaval del desarrollismo con su rebaño de merinas que ahora balan, entre lágrimas, en su adiós al Pastor Trashumante Extremeño por antonomasia. Permitidme las mayúsculas y permitidme, al tiempo, que simbolice en él la riqueza y el trabajo, infatigable, de todos los pastores de Extremadura. Todos ellos defensores del mundo del campo de la tierra parda.

El amigo Cesáreo sabía todo y más de las cabañuelas, barruntaba los cambios de tiempo, intuía y olisqueaba los vientos, distinguía a distancia las buenas hierbas para el ovino, gustaba de la cocina sabrosa de siempre entre pucheros al amor de la lumbre y gazpachos estivales, entendía de remedios caseros y aplicaciones para la cura de males… Un hombre de campo, con raíces de entrañable sabiduría.

Aquel día que le conocí, allá por los finales de los ochenta, gracias a Fernando Hernández Pelayo, excelente compañero de TVE-Extremadura y Medalla de la región, lamentablemente fallecido, y me dio la mano con la mirada llena de paz, con una charla, entre vino con sabor amigo, sellamos un acuerdo de buena relación que se trasladó en diversos encuentros, en función de mis viajes con Televisión Española por esas campas de la Extremadura de adentro, la que respira a paz de pueblo, a rebaño y rediles, a campo abierto y a campos desiertos… 

Una tierra que necesitaba, decía Cesáreo, oxígeno. Posteriormente puntualizaba: «Aunque me temo que la cosa está jodida para tamaños menesteres«. Luego, dejaba perder la vista de pasión por los campos, pensaba unos segundos en silencio expectante y añadía: «Los que andan por las poltronas no quieren muchas cuentas con el campo«. Después, sentenciaba: «Y, menos aún, con el de Extremadura«. Y finalizaba, con un rostro de paciente y santo, acaso de resignación, pero también de esperanza, añadiendo: «Pero seguiremos en la lucha hasta que el cuerpo aguante«.

Era todo bondad. Y no son palabras de recuerdo ni porque al teclear el periodista y extremeño, firmante de estas líneas, se emocione. Que también se emociona, por supuesto, en el recuerdo de Cesáreo

Cesáreo, que acaba de decirnos adiós con ochenta y tres años, vividos con la intensidad de su entrega al pastoreo, al cultivo de la cultura pastoril, era un tipo de sabiduría humana y humanista, galopando entre los balidos de sus amores, porque fue lo que le dio la vida y a la que se entregó, en medio de afanes, de avatares de todo tipo, de sueños, de inquietudes, de sufrimientos, de desesperanzas. Pero, nunca, jamás, de decaimientos como para tirar la toalla. Aunque el panorama ganadero sufriera y padeciera en sus carnes las desatenciones más severas de determinados  gobiernos. A nivel nacional, a nivel autonómico, a nivel provincial. Lo sabía Cesáreo. Y bien que lo sabía.

Recuerdo, ahora, ante el ordenador, su palabra precisa, su filosofía rural, su constancia, su inquebrantable amor al trabajo, su sonrisa al calor de la fogata con ramas de encina, la charla inveterada de cultura rural adobada con chorizos y torreznos, ahora, amigo Cesáreo, que ya andas por las rutas trashumantes de la eternidad. ¡Si es que hay Rutas de esas características, andes por donde andes…!

Ahora estarás viendo, mejor que nunca, las Cañadas Reales, que  poco menos que duermen el sueño de los justos, las vías pecuarias, que casi nadie sabe ya que conformaban una red de caminos para el ganado, aunque la Ley de las mismas se aprobara hace solo veintiún años, en 1995, que «garantiza la conservación de las cañadas reales existentes en España«, que tienen una extensión de unos 125.000 kilómetros y unas 400.000 hectáreas de superficie, por las que en sus buenos tiempos llegaron a circular por las mismas entre tres y cuatro millones de cabeza de ganado de ovejas, de cabras, de vacas y caballerías, y que arrancan con profundidad cuando el rey Alfonso X el Sabio pone en marcha el Honrado Concejo de la Mesta. Como estarás viendo, Cesáreo, los cordeles, poco más o menos que una palabra anclada en el diccionario, y aquella emigración que definías, muy acertadamente, como «la mayor tragedia histórico-social de Extremadura«. Siempre con tu voz de sabiduría. ¡Cómo te dolía, ay, aquella crueldad de la estampa del vaciamiento humano de las aldeas, de los pueblos, de las gentes, de las tradiciones, de las costumbres, de las historias, de las familias…!

Su legado es inolvidable y su obra, ahora, y ya lo irá señalando la historia de Extremadura, gigantesca. Acaso porque siempre creyó, bajo secreto de confesión, en la cultura ganadera de esta tierra extrema y dura. Para no engañarnos demasiado.

Con la imagen de Cesáreo se me han deslizado unas lágrimas cristalinas que se han dispersado por el teclado del ordenador. Y me enorgullezco de esas lagrimillas como en una semblanza de esa página, de extraordinaria vitalidad, que fue, que es, que será, siempre, Cesáreo, un Pastor Trashumante que un día tuvo el coraje de revitalizar la gran dinámica histórico-cultural de la trashumancia.

Lo que mereció el aplauso de la ciudadanía de a pie, que salía a contemplar una imagen insólita por los pueblos y ciudades, incluso el de algunos miembros de las fuerzas vivas, y hasta abrir un Telediario en aquellos heroicos tiempos al son de los cencerros y balidos de sus ovejas, que dejaban atrás las cagarrutas, los ladridos de los perros carea, los relinchos de los caballos, los rebuznos de los burros, que dejaban atrás los cagajones, y las fotografías y los vídeos que inmortalizaban para la posteridad la imagen de Cesáreo, el gran Cesáreo, el valiente y emprendedor Cesáreo, con sus ganados.

Y, aunque ya te hayas ido, Cesáreo, amigo, siempre nos quedará el legado de tus conocimiento, de tus andaduras, de tus batallas, de tu constancia, de la razón de tu persistencia.

Hasta siempre, Cesáreo.

 

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