Aquellos Carnavales de 1910 marcaron una vez más, en Cáceres, un tiempo especial de diversión ante la llegada de la cercana Cuaresma.

Era, pues, el toque de Carnavales en la ciudad de Cáceres. Y, como tal convocatoria, en aquella ciudad que bordeaba los diecinueve mil habitantes, sus vecinos se echaron a la calle al grito de «¡Todos a una!» y dar rienda suelta, a partir de la hora del comienzo de la fiesta carnavalesca, al siempre más que desenfadado disfraz, con las más diversas variables por las que corre, sin rubor alguno, al menos en ese tiempo de tan señalado relieve, la siempre desbordante imaginación humana.

Todo un acorde de disfraces representando vestimentas e indumentarias de aldeanas, con cesta de mimbre incluida, de novios con mil y una ilusiones, de clowns de la risa sagaz, irónica e ingenua a la vez, de clérigos de largas sotanas y bendiciones a diestro y siniestro, de torerillos, ebrios de marcha y que nunca pisarían el ruedo ante un morlaco, de piratas de asalto en las azuladas aguas de la mar, de príncipes adornados con oropeles y criados, de hadas conseguidoras con su varita mágica y su radiante y luminosa aureola, de meretrices en lupanares del recorrido de la vida, de militares con botas y ros, de menesterosos e indigentes, de tratantes de ganados, de vendedores ambulantes, de mercaderes, de juglares, de haraganes y truhanes, de soldadesca, de pastores con zurrón y alforjas, de faquires,  de músicos medievales, de trovadores, de monjas conventuales bajo el barniz de las tocas, de lanceros bengalíes, de ferroviarios, de porquerizos, de viajeros ingleses, de zares, de pescadores, de moros de largas chilabas, babuchas y turbantes, de bomberos, de alguaciles, de acólitos y escribanos, e campuzas con moño de picaporte y guardapiés de múltiples colores…

Lo mismo que sonaban los acordes musicales más diversos, en medio de un inmenso abanico de valses, de polkas, de pasodobles, de cuplés, de fados, al igual que las caretas que ocultan la identidad se multiplicaban sin pudor y con desparpajo sublime, propio de las carnavaladas, las bromas más sagaces corrían y galopaban totalmente despendoladas por el curso de las plazoletas y las callejuelas, el regocijo popular se convertía, como por arte de magia, en toda una algarabía de solemnidad y que sonaba de norte a sur y de este a oeste, mientras la burla se esparcía como diversión sin freno alguno desde los senderos, los caminos y las veredas junto a la alegría más radiante…

Fiestas, que denominaba el periódico «El Noticiero» del engaño y el disfraz, con la juventud cacereña que saturaba todas las calles de la población con su más sagaz y desenfadada alegría, cuya pólvora, entre cantos y risas, se aireaba por todos los rincones de la ciudad. Y desde la Plaza de la Constitución hasta el Paseo de Cánovas, desde la calle Moros hasta la la calle Alfonso XIII, desde la Plazuela de la Concepción hasta la Corredera de San Juan, pasando por la calle que entonces, aún, se denominaba como Cortes, desde la calle Carniceros hasta la rúa Barrio Nuevo, con la que se expandía Cáceres, la villa se había transformado, de la noche a la mañana, o, mejor, de la mañana a la noche, en un disfraz de exaltación humana y callejera.

Cáceres aparecía , sencillamente, ni más ni menos, como toda una población invadida y anegada por su carnaval en medio de la participación popular.

Un tiempo, todo él, de bullicio y de colorido, sin tapujos ni falsos pudores ni vergüenzas, o desvergüenzas… Lo que pide y demanda, sencillamente, para no engañarnos, el espíritu bullanguero de las fiestas en honor de esas figuras de la historia que se dan cita alrededor de Sus Majestades de las Carnestolendas, y que atienden, de la mano de las páginas de la historia, por los señeros y muy bullangueros nombres de don Carnal y de doña Cuaresma. ¡Ahí es nada…! Y, como reza el dicho popular, que las mismas fiestas corran, sin parar, por los siglos de los siglos. Esto es, de por vida…

El domingo arrancó con los acordes de los bailes de la noche del sábado, a caballo entre las fiestas que se celebraban en el Círculo de la Concordia, en el de Artesanos y en El Mercantil, como una oleada de fuegos artificiales preñada de los más genuinos quiebros y requiebros con todo el resplandor de la larga noche carnavalesca. Chanzas, piropos, chistes, abrazos, anécdotas, arrumacos, saltos, copas, brindis, ánimos exultantes, corros en danza, aromas de sueños dibujados de sueños en las noches de amor irredento… La ciudad hervía en la llamada, siempre divertida, de la festividad de los Carnavales.

En el Paseo de Cánovas, desde las primeras horas de la tarde del domingo, estallaba el griterío de la cita festiva. Sonaba la música alegre y jaranera y que llamaba a la participación alegre y entusiasta a todos con la Banda que dirigía el conocido, prestigioso y popular maestro don Arturo García Agúndez, siempre imaginativo y cordial, conocido por todo el mundo, no cabía en tan amplio paseo cacereño lo que se dice un alfiler, los coches y transeúntes caminaban y trasegaban bajo una lluvia y en medio de un inmenso e intenso reguero de confettis y de serpentinas, las comparsas de «Los Cocineros» y «La Murga» extasiaban con su imaginación burlona y burlesca y la picaresca que dimana del Carnaval, el buen tiempo, más propio de la primavera en mayo, invitaba a la más exultante participación y los vaivenes de la multitud hacían hervir a la ciudad en sus Carnavales, en una cita que marca, de forma puntual e inexorable, cada año, el reloj del tiempo y que tanto esperan las gentes para echarse en brazos de la diversión.

La noche se enriquecía cuando rompía el murmullo, qué curioso, qué pintoresco, qué contraste, en su silencio, deparramado de Carnaval como una borrachera de felicidad y de salud. Que la alegría es propia, según el relato de los más viejos y ancianos, que se bautizan en la sabiduría popular, de una buena  salud. Esta vez con su gente en medio del rumor y del buen semblante, del mejor aliento vital, cuajado de sonrisa y de humor, de imaginación fértil y desprendida, mientras los pinceles de los disfraces recibían ovaciones de la noche, admiraciones de todo el vecindario y el reflejo que destellaba con tanta felicidad como se bordaba en el alma de tanto cacereño fiel a su cita carnavalesca.

Hasta el Gobernador Civil de la provincia, el excelentísimo señor don Mariano Martínez del Rincón, palentino, como era de rigor la denominación, coronel del Ejército, que fuera Gentilhombre de Su Majestad el Reyy su señora esposa, tuvieron el gesto y la delicadeza a convocar a la «créme» de la «créme» cacereña, para lo que en aquel entonces se denominaba como un «The dansant«.

Ante ello, con el todo Cáceres de la aristocracia, la nobleza y los altos vuelos, llegados en carruajes hasta la Plaza de Santa María, en un más que curioso desfile por la semblanza callejera de aquella hechizante ciudad, los anfitriones mostraban en las dependencias del Gobierno las mejores galas, incluidas grandes y llamativas cerámicas talaveranas, antiguos y artesanales, espejos de geografías y configuraciones artísticas, lámparas y rinconeras, polveras de porcelana, alfombras y mantones de Manila, cuadros de diferentes tipologías e imágenes en el escenario de las paredes… Por su parte el diario «El Noticiero«, uno de los referentes periodísticos de la época, dejaba constancia de que se estaban «trocando aquellos salones, antes desiertos y casi desconocidos, en una hospitalaria casa en la que se rindió culto a la amistad«. Al medio, claro es, la música amena, la diversión fluida, el baile distraído, la distinción elegante, entre vinos de Jerez, pasta de mil clases y exquisitos emparedados, servidos por la casa Tournié.

Por aquellos nobles salones se encontraban las señoritas de ilustres apellidos como los que hacen referencia a los Montenegro,Pasalodos, García Becerra, Higuero, Castel, lo mismo que el de la señora viuda de Castell, o la presencia, también, de los señores de Rodríguez Arias, de García Pelayo, de Peralta, de Muñoz, Conde Canilleros, Trujillo, Ibarrola, Sánchez de la Rosa, y, también, los pollos, señores Martín de Cáceres, Valhondo, Bazaga, Trujillo…

Los tres bailes cacereños rebosaban el meros espíritu, con un lleno total en sus salones, con el baile y el disfraz de la mano, con la inmensidad de la belleza de la mujer, mientras todos apuraban la llegada de las doce de la noche de aquel Martes de Carnaval, tan divertido, tan alegre, tan variopinto y festivo, porque con el tañido de las doce campanadas ya se entraba en tiempo de Cuaresma. Y había que respetar, como es debido, la normativa de la Santa Madre Iglesia… No fuera a ser que por alargar unos minutejos el calor humano del baile, de la distracción jacarandosa, el alma sufriera, acaso, el rigor de los pecados y de las faltas…

Y aquel Carnaval, del año 1910, fue tan célebre que hasta apareció una fotografía en una revista nacional dejando constancia expresa de Agapito González y Roberto Segarra, tal como mostramos al inicio de este capítulo.

Licencia de Creative Commons
DE AQUELLOS CARNAVALES DE 1910 by JUAN DE LA CRUZ GUTIERREZ GOMEZ is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

2 comentarios

  1. José Antonio Collazos Criado

    Bonita narración de los carnavales de la época en Cáceres

    • Muchas gracias, querido José Antonio, por tu cariñoso comentario al capítulo de mi blog tiulado AQUELLOS CARNAVALES DE 1910 y con el que, una vez más, trato de acercarme, siquiera sea someramente, pero con un gran fervor, eso sí, como bien sabes, a otra de las páginas del Cáceres de Aquellos Tiempos, mientras tratamos de cincelar su inmortalidad a través de este modesto Blog… Un gran abrazo, mi querido amigo.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.