CACERES CINCELA EN PIEDRA SU ADMIRACION A GABRIEL Y GALÁN

Cáceres es una tierra devota, siempre, de José María Gabriel y Galán. Hasta el punto de que una de las estatuas más relevantes de Cáceres se halla levantada en el Paseo de Cánovas en memoria al insigne y eminente poeta. Estatua que se le erigió el año 1926 con la belleza poética, también, expresiva, figurativa y realista de un escultor de la talla del cacereño Enrique Pérez  Comendador.

gabrielygalancacerescincela...-001La estatua se inauguró el 6 de enero de 1926. Y tan solo unos días después la revista «Blanco y Negro» dedicaba un amplio artículo titulado «Cáceres cincela en piedra su admiración por José María Gabriel y Galán«, con el antetítulo «Monumento a un gran poeta«, firmado por Marcos Rafael Blanco Belmonte, 1871-1936. Director liletario del diario «La Unión«, notable poeta y ampliamente galardonado, colaborador de la prestigiosa revista «La Ilustración Española«, «El Imparcial» y «Blanco y Negro«. El mismo tiene publicados libros de poemas como «Aves sin nidos«. También tiene publicadas novelas como «Jornadas novelescas«, «El capitán de la esmeralda» y «Al sembrar las tripas«. Asimismo está en posesión de la Orden de Alfonso el Sabio.

Este es su artículo CACERES CINCELA EN PIEDRA SU ADMIRACION A JOSE MARIA GABRIEL Y GALÁN.

Prematuramente, poco después de cumplir treinta y cuatro años, quebróse el espejo de la noble vida de un príncipe de la poesía, artista que de un vuelo alzóse a las cumbres de la gloria y entró serenamente en la inmortalidad. Antes que por su nombre, se le conoció y se le continúa conociendo por sus obras; es el autor de «El Ama«, de «Fecundidad«, de «Sementera«, de «El Cristo de Velázquez» y también de «Los pobres pastores de mi abuelo«; «El Cristu Benditu«, «Mi vaquerillo«, «El embargo«, «Castellana» y cien joyas más, incorporadas al inestimable tesoro de la lírica española. Privilegio envidiable del genio que, al finar, continúa alentando en sus creaciones y no muere del todo.

Salamanca ha perpetuado la memoria de su hijo excelso –nació en Frades de la Sierra en 1870– dedicándole una consagración monumental en el centro de la ciudad-relicario donde aún resuena la voz de fray Luis.

Cáceres, que tiene por suyo a Gabriel y Galán –cacereño fue el lugar de Guijo de Granadilla, donde fluyeron sus mejores estrofas, donde nacieron sus hijos, donde al cerrar los ojos y al caer en la fosa sintió el consuelo de dormir amparado por el Cristo de sus amores;– Cáceres, que tiene por suyo a Gabriel y Galán, estaba en deuda de gratitud con el cantor insuperable de su vida rural, de sus costumbres típicas, de sus zagalillos ingenuos, de sus misérrimos resignados jurdanos; y Cáceres, en el día 6 se de este mes de Enero, al cumplirse el vigesimoquinto aniversario del tránsito del mago forjador de églogas, ha inaugurado en piedra –labrada por el cincel del notable artista Pérez Comendador— el testimonio de su admiración hacia el hombre de cerebro luminoso y de corazón magnánimo que, como Guerra Junqueiro en «Os simples» hizo con sus estrofas pedestales para los humildes, para los mansos, para los pobres de espíritu y limpios de corazón que cruzan por el mundo agobiados con la cruz del trabajo y del dolor, y no se revuelven contra el destino adverso, y creen y esperan en Dios y rezan…

Antes que estos homenajes, Gabriel y Galán había recibido sin solución de continuidad –como las caricias de una madre– el homenaje del afecto de sus paisanos y el aplauso cordial de España y de América.

El triunfo del poeta arranca desde el mismo momento en que aparecieron sus primeras producciones: unas quintillas de asunto salmantino y los magníficos endecasílabos del magistral poema «El Ama«. Y el triunfo fue unánime; triunfo de efusión, proclamado y reconocido así por los próceres de las letras como por los rudos vaqueros y montaraces. La velada en que Gabriel y Galán se presentó ante Madrid, congregado en el Ateneo, revistió caracteres de apoteosis, comparable únicamente a la de la coronación de Zorrilla en Granada. Y acaso aún, careciendo de aparato oficial, tuvo más fervor la aclamación al poeta que nacía que la despedida al trovador nacional en el ocas de su existencia y de su labor.

Gabriel y Galán, pálido, enjuto, algo cohibido –bien que tratase de aparentar indiferencia levemente desdeñosa para encubrir su timidez y su modestia– logró mantenerse sereno durante casi todo el curso de la velada; a lo sumo un temblor de labios delataba su emoción, infinitamente menor que la del auditorio, suspenso y embelesado por los conceptos del poeta. Pero, al final, cuando volaron por el salón de actos del Ateneo las estrofas de esa hermosura titulada «Fecundidad» –sublime exaltación de lo real a lo ideal– tronó un aplauso cerrado, prolongadísimo, que interrumpió al lector; el entusiasmo se desbordó en ¡bravos! y en vítores, y José María inclinó la cabeza y permaneció inclinado algunos minutos. Al erguirse, de las pupilas abrillantadas se desprendieron y le rodaron por las mejillas dos gotas de luz. La velada terminó en un sollozo.

Pocos meses después del fallecimiento del poeta, regresando de Béjar, coincidieron en un departamento del ferrocarril el inolvidable Obispo de Plasencia D. Francisco Jarrín y Moro –que pronunció en Guijo de Granadilla un sentidísimo discurso en los funerales de Gabriel y Galán–, su secretario, el canónigo don José Polo Benito, actual deán de Toledo, y el que escribe estos renglones.

La conversación recayó en el autor de «Extremeñas» y «Castellanas«, y el Sr. Jarrín, sobriamente, habló del poeta, de su formación espiritual en el contacto íntimo con la Naturaleza, de sus años de apostolado docente en las escuelas de Guijuelo y de Piedrahita, de su elevación de ideas, de su rectitud de conducta, de sus prodigiosas facultades para recoger y para expresar las impresiones del paisaje y los sentimientos de los campesinos, y habló también de la sorprendente compenetración entre el poeta y sus modelos vivos.

— Hasta los analfabetos de Extremadura y de Salamanca –añadió el Obispo de Plasencia– saben y repiten de memoria las poesías de su cantor.

Acaso cruzó por mi semblante una sombra de duda o acaso el venerable pastor placentino temió que sus palabras fuesen consideradas como hiperbólicas. Ello fue que, brevemente, indicó algo a su secretario, que éste salió al pasillo del vagón y que volvió en el acto, seguido de un mocetón –de chaqueta parda, cinto de cuero y alforjas al hombro,– que acompañaba como espolique al Prelado en su visita pastoral.

— Juan –dijo el Sr. Jarrín,– ¿quieres «echarnos» alguna relación de las cosas bonitas que tú sabes de don José María?

Cachazudamente, sin azorarse, el mozallón retorció las alas del sombrero que llevaba en las manos, nos miró con fijeza y, adelgazando un poco la voz, comenzó a recitar «El embargo», y rugió al exclamar:

— Señol jues, pasi osté más alanti

    y que entrin tos esos…

    Y suspiró dolorido al concluir:

— … que esas mantas tienin

    suol de su cuerpo…

   ¡Y me güelin, me güelin e ella

   ca vez que las güelo!.

Y, a continuación, sin vacilaciones ni rozamientos, sintiendo lo que decía, declamó «Los pastores de mi abuelo«, y, seguidamente, a media voz, entonó las quintillas de «Castellana«, y así prosiguió, y cuando el tren entraba en la estación de Plasencia, el campesino, realzado con prestigio de rapsoda, susurraba:

— Lo digo porque me suena

    tu voz a salmo cristiano;

    lo digo porque eres buena,

    porque eres casta y serena

    como noche de verano…

Y, al despedirse, el Obispo afirmó blandamente:

— Igual que a Juan les ocurre a los campesinos de estas comarcas. Llevan en el corazón a su poeta. Cuando vayamos a Las Hurdes oirá usted en aquellos tugurios recitar estrofas de Gabriel y Galán.

Así fue. En la pobre alquería de Las Mestas escuché las quintillas del mensaje que Gabriel y Galán dirigió al Rey de España en nombre de los jurdanos. Y me llegaron al alma aquellas deprecaciones:

— Dolor de cuantas los vieren,

    mentís de los que mintieren,

    aquí los parias están…

    De hambre del alma se mueren,

    se mueren de hambre de pan…

Ni el homenaje del Ateneo de Madrid, ni las loas que los maestros de la literatura dedicaron a Gabriel y Galán tuvieron para mí el encanto inefable de la audición de sus poesías al brotar de la boca del pueblo encarnado en Juan «el de la Oliva» y en un «pidior» jurdano.

Y el pueblo, que llevaba y lleva en el corazón a su poeta, ya puede contemplarlo petrificado, en su actitud habitual de reposo tras la faena.

Cierto que no luce atavío campero, de amplio chaquetón, holgada calzona, recia polaina, fuerte calzado y espuela vaquera.

Pero los relieves del artista Pérez Comendador dicen con elocuente concisión que aquel es el cantor de «Sementera» y de «Flor de Espino» y hasta el águila y el búho, que sirven de remates ornamentales, constituyen felices aciertos y adquieren valor de símbolos, si se recuerda que José María Gabriel y Galán afirmó rotundamente: «de luz y de sombra soy…«.

NOTA:

El artículo CACERES CINCELA EN PIEDRA SU ADMIRACIÓN A JOSE MARIA GABRIEL Y GALÁN, escrito por Marcos Rafael Blanco Belmonte, se ilustra, en su comienzo con la fotografía del inicio, continúa con varias de detalles diversos del monumento del ilustre escultor cacereño Enrique Pérez Comendador y finaliza con unos versos manuscritos que conforman la última estrofa de «El cantar de las chicharras» y con la firma del vate salmantino-extremeño.

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