EL PASEO DE LAS ACACIAS, ROMANTICO Y DE PICOPARDEO

El Paseo de las Acacias se conformaba, sin lugar a dudas, como uno de los lugares más románticos, y solitarios, para las parejas que se iban ennoviando.

paseo de las acacias
El Paseo de las Acacias se conformó, desde su construcción en los años 50, como un lugar de anhelo y deseo para las parejas y los novios.

El Paseo de las Acacias, construido en el Cáceres de los años cincuenta, se ofrecía como un oasis de paz y de afectos, sentimentales y físicos, para las parejas en soledad romántica.

Tiempos complejos, aquellos, para que la juventud cacereña llevara a cabo sus delicadas incursiones amatorias en una ciudad pequeña, controlada, socialmente hablando, por una vecindad de tipología de rostros conocidos de tantos encuentros como los que se producían.

Y en la que las parejas de novios o aspirantes tenían que buscarse sus lugares semisolitarios y poder pasear, por ejemplo de la mano, por ejemplo del brazo, por ejemplo abrazados, y con los dos contándose su día a día, sus afanes, sus tareas, sus ilusiones, sus sueños. Lo que anhelaban llevar a cabo sin incomodidades de vecinos y más vecinos de caminatas entre adioses, hola, hasta luego, qué hay, ahí viene Fulanito, rumores y murmullos, con las manos separadas y con la vigilancia, si se me permite la palabra, de un inmenso montón de caras conocidas por doquier. Tal cual sucedía, por ejemplo, si se transitaba por el Paseo de Cánovas, por la calle Pintores, por la Plaza Mayor, por el Paseo de Cursilandia…

Otros se encaminaban por otros vericuetos. La imaginación al poder. Pongo por caso El Paseo Alto, tan abierto entonces. O La Ronda, en la zona que se volcaba hacia el descampado, con sus terraplenes correspondientes, y no por el área interior, repleta de casas y, por tanto, de hipotéticos viandantes. Claro que aquel tránsito, entonces, se presentaba como un descampado de terreno irregular… Pero como la zona carecía de iluminación, porque solamente había luces en la zona contraria, que desembocaba en los barrancos, el paseo se acompañaba más bien de senderos semioscuros, que es de lo que, en definitiva, se trataba. Y tratar de apurar los tramos, los lances y los trances que facilitaban, claro es, la falta de luces.

O los que poco a poco, como el que no quiere la cosa, iban bajando por la Avenida de la Montaña, desembocando por en la Plaza de Colón, y encaminarse por las oscuridades amorosas del camino hacia la Ciudad Deportiva.

El Paseo de las Acacias se conformaba, pues, reconocido por una inmensa mayoría de cacereños, como un lugar de un precioso trazado romántico y de picopardeo, que invitaba a la intimidad afectiva, pero ya para parejas de tipología más bien avanzada en el noviazgo de los años sesenta.

Un lugar tranquilo, bastante solitario, donde se asomaba tímidamente al mismo el Hotel Extremadura, edificio levantado en el año 1942, que anteriormente fue el Chalet de los Acha, y el Hotel Alcántara, construido en 1967, con su cafetería El Clavero, por la que solo podían pisar los pudientes, la fábrica de hielo y gaseosas la Polar, que contaba con un burro muy conocido en todo Cáceres por sus efluvios, y hasta la sastrería de Antolín García que se colaba por la parte trasera, casi enfrente de la vaquería de Luis Sánchez, en el corazón de la Madrila, aunque la ciudad ya comenzaba a estirarse y desperezarse hacia arriba.

Los novios o parejas, como quiera llamárseles, solían llevar a cabo sus incursiones desde la Calle General Primo de Rivera, con unos trescientos o cuatrocientos metros de separación desde el Paseo de Cánovas y se adentraban por el de las Acacias, justo por el esquinazo de Galerías Madrid entre emociones y ardores juveniles. Toda una cuestión de edad, sencillamente.

El Paseo de las Acacias diseñado con suaves y muy acertados tintes románticos, en lo que aún eran las afueras de la ciudad, con escasas farolas de globos con muy suaves luces amarillentas, se arropaba en un decorado de prudente y hasta muy discreta iluminación que invitaba, claro es, a esas pequeñas y afectivas intimidades que, por lo general, se permitían las parejas. Y al fondo la hojarasca de las acacias, elegidas muy acertadamente por los diseñadores del Paseo, el propio ruido de los pasos, las palabras de los novios, los besos con sabor a eternidad. Y, en invierno, el rumor del viento, del frío, de la lluvia. Lo que tampoco representaba obstáculo alguno. Y hasta el hermoso ruido del silencio si en algún momento la pareja caminaba sin pronunciar palabra, pero con los dedos entrecruzados de íntimo sabor afectivo.

Un Paseo que llegaba hasta la carretera de Salamanca, calle Gil Cordero, que desembocaba en la Estación de Autobuses, inaugurada en 1963. Su parte central era conocida como de las Viudas, acaso por los melancólicos y nostálgicos recorridos que llevaran a cabo algunas de ellas, dibujando añoranzas, recuerdos y estampas de sus otrora felices tiempos matrimoniales, durante paseos en soledad o en compañía de otras mujeres de su misma condición de viudas.

El Paseo de las Acacias se encontraba embadurnado de arena, y con unos incómodos bancos, en los que las parejas que decidían sentarse un rato, lo hacían mirando hacia el exterior, hacia las resbaladeras infantiles de tantas aventuras niñas diurnas, evitando las presuntas molestias de otras parejas paseantes en soledades románticas, que podían romper u obstaculizar sus intimidades. Aunque tampoco abundaban tanto las mismas.

Paseos de sosiego y de amoríos, de sueños y de ensueños, esperados durante largo tiempo de esperanzas y hasta de deshoje de margaritas, de serenidades al albur de la poca luz y de los planes con los que se iba edificando, de forma paulatina, el armazón de la consistencia de la pareja. Previamente, acaso, la pareja había pasado por el Bar de Sindicatos, por el kiosko Colón, por el Metropol, se habían tomado una cerveza o un refresco de limón, y se paseaba y hablaba con la manos unidas por el cariño y la pasión candente, como se diría coloquialmente, de los asuntos de cada uno de ellos.

El Paseo de las Acacias, conocido coloquialmente como lugar de picopardeo, contribuyó, con su sugestivo decorado intimista, y, eso sí, profundamente romántico, a formalizar noviazgos de las parejas que ya se iban alejando poco a poco, pian pianito, del grupo de amigos. Primero un día de cuando en vez, luego una tarde-noche por semana, después, dos. Y, por tanto, sin la presencia de las siempre incómodas carabinas que surgían por mor de los tiempos que corrían en aquel entonces con la misión de que los novios o parejas contuvieran sus modales y comportamientos.

Acaso, porque en aquella serena tranquilidad del paseo, más propio de lo más idílico y romántico, ligeramente retirado de aquel Cáceres de bullicio como se conforma el Paseo de Cánovas, y rodeado de una soledad, acompañada tal vez por ocho, diez, doce o catorce parejas y algún caminante despistado y solitario, resultaba más barato y afectivo cobijarse tras las tapias de la tarde y las entradas de la oscuridad de la noche, mientras, acaso, bajo cada paso acompasado rítmicamente de la pareja, llevado por la invitación de un siempre muy agradable paseo, que facilitaba la inspiración y el roce del cariño, se escuchaba, quizás a Raphael, cantando:

Yo soy aquel que cada noche te persigue,
yo soy aquel que por quererte ya no vive
el que te espera, el que te sueña,
el que quisiera ser dueño de tu amor, de tu amor…

Yo soy aquel que por tenerte da la vida,
yo soy aquel que estando lejos no te olvida,
el que te espera, el que te sueña,
aquel que reza cada noche por tu amor…

Si bien otros, dentro de la moda de los tiempos y sus expansiones musicales, preferían dejarse llevar por las canciones de Adamo, de Charles Aznavour, de Sylvie Vartan, de Cliff Richard, de Bob Dylan, de Paul Anka, del Dúo Dinámico, de Nino Bravo, de Pétula Clark, de Los Brincos, de Gilbert Becaud, de Françoise Hardy, de Los Mustang, de The Beatles, de Les Surf

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