EL SEÑOR CAYO Y LA DESPOBLACION EXTREMEÑA

Reviso mi archivo documental y me topo, zas, con una serie de recientes informaciones sobre la paulatina y preocupante despoblación de Extremadura. Lo que a todos, mis queridos lectores, nos duele en el alma al ver cómo en el paso del tiempo, aquella tragedia migratoria de los años 50, 60, 70, parece que retoma el compás en estos años de la segunda década del siglo XXI. Al medio, el señor Cayo.

Ay, las estaciones ferroviarias extremeñas de las que tantos emigrantes partían… y siguen partiendo.

Entre esos artículos y reportajes periodísticos, por ejemplo, podemos destacar el titular del diario «Hoy«, del pasado 4 de febrero  que denunciaba que “La despoblación ya amenaza a las ciudades extremeñas”. En el mismo, firmado por Antonio J. Armero, se destaca que “el éxodo rural ya es también urbano en Extremadura” y hace hincapié, lo cual ya es un pésimo dato, en “que los pueblos se vayan quedando sin gente no es nuevo, pero sí que esto ocurra en Badajoz, Cáceres, Plasencia, Don Benito, Almendralejo, Villanueva de la Serena, Coria, Montijo, Olivenza, Villafranca de los Barros…”. Y, entonces, me he acordado del señor Cayo, el protagonista de una excepcional  novela de Miguel Delibes.

Un dato verdaderamente tan dramático como desolador, que seguimos los estudiosos del tema demográfico y popular extremeño, con cifras que vuelven a preocupar en todos los ambientes sociales, aunque quizás, tal vez, acaso, los estamentos oficiales de la Administración extremeña, por unas u otras causas, no resulten muy eficaces en sus capacidades operativas.

Al menos, si se nos permite, a la vista de unos datos tan continuistas con aquella hemorragia migratoria de la segunda mitad pasado del siglo pasado. Si bien, claro es, no con la extrema y sangrante gravedad de aquel entonces. Pero los datos migratorios de la Extremadura de hoy ya comienzan a ser alarmantes.

Y es que, sencillamente, la región extremeña, que en febrero último contaba, según se señala en dicha información, con 1.079.920 habitantes, lleva, ya, seis años continuados perdiendo población en el camino. Y, también, lo que parece más alarmante, que en el 2030, a la vuelta de la esquina, nuestra Comunidad contará con el doble de mayores de 64 años que menores de 16.

Nuestros pueblos, pues, y nuestros campos, tantos después, continúan en esa escalada vertiginosa de la despoblación, del abandono, del envejecimiento, de medidas no adecuadas para su revitalización y fortalecimiento. Todo lo contrario. Apenas va quedando gente joven en los municipios que se resienten sin el tañido de las campanas, sin sus brazos jóvenes, con gravísimas fracturas en el alma familiar, que se desgaja hasta sangrar, con la historia que se abraza en el último rincón de tantas y tantas casas desvencijadas y en las que tan solo se oye el eco del llanto por tanta condena y harta desatención administrativa.

Un dilema de extraordinaria repercusión y de la suficiente entidad y compromiso moral como para que el Gobierno que pilota Guillermo Fernández Vara trabaje y se esmere, con mucho mayor grado de compromiso, que el que se ha mantenido hasta ahora.

En este sentido he de dejar constancia expresa de mi encuentro, hará tres o cuatro años, con el alcalde amigo de un pequeño pueblo de Extremadura arrasado por la emigración de aquellos mediados del pasado siglo. Y mientras degustábamos una rica caldereta de cordero, tinto cacereño al medio, el periodista trataba de incentivar al regidor para facilitar ayudas encaminadas pequeñas empresas que pudieran ser creadoras de empleo y dinamizadoras de una mayor riqueza.

A lo que el mismo, con unas lágrimas de pesar en los ojos, me respondía:

— Eso es imposible. Nos crearían unos problemas de infraestructuras muy diversas y complejas que serían bastante complejas de abordar. Y por tanto, probablemente, pudiera resultar peor el remedio que la enfermedad.

Se hizo un atronador silencio. Nos miramos y añadió:

— Lo mejor es ir añadiendo caminos de bienestar para los paisanos, paso a paso, y nos desbordar los cauces. ¿Dónde están los cauces para asentar eso esquemas que planteas?

Por encima de nosotros, a tiro de piedra, pasó una bandada de perdices, en formación anárquica, camino de la inmensidad del encinar, el sol lucía fuerte y radiante en todo su esplendor, el pueblo se conformaba por todo un recorrido de lamentables y escalofriantes silencios, acaso con ruido de abatimiento y desmoronamiento, de estruendo, y que, sin embargo, camina entre pequeños logros y el asentamiento de su población natural.

El hecho evidente, como señala Antonio Pérez, profesor de la Universidad de Extremadura, es que para frenar la emigración tiene que haber trabajo, mientras que el profesor Julián Mora destaca, sencillamente, que “el mundo rural está en coma”.

Seguí recorriendo esa carpetilla documental. Y llego al periódico ABC del pasado 19 de enero en el que podemos leer que “Extremadura es la única Comunidad Autónoma que desde 2008 ha empeorado su atractivo económico y la menos pujante”, según un Estudio del Consejo General de Economistas.

Ese mismo día el periódico “Extremadura” ofrecía una información con el siguiente titular “Extremadura sufrió el pasado año la mayor caída poblacional desde 2011” y en la que el sociólogo Domingo Barbolla especifica que “la crisis demográfica en Extremadura se ha intensificado. Y que la tendencia no se va a invertir, todo lo contrario, las previsiones auguran una mayor caída en el próximo lustro”.

Poco tiempo después el diario «Extremadura”, de 23 de julio de 2017, publicaba una amplia información con el siguiente titular: “Medio centenar de pueblos, en riesgo de despoblación irreversible”.

Me dolía la lectura por los recovecos de las sensibilidades y de la hondura en el sabor moral de las buenas y resignadas y esforzadas gentes que siempre emanaron de las entrañas de la tierra parda. Una región, la extremeña, que en los últimos años ha perdido más de 30.000 jóvenes activos, lo que se dice pronto. Pero cuyas consecuencias son, sencillamente, crudas.

Nuestros pueblos, como tónica general, siguen sufriendo en sus gentes, en sus carnes, en sus historias, en sus tradiciones, en sus campos, la flagelación por parte de los territorios industriales, que, en aquellas décadas citadas, se llevaron entre quinientos mil y ochocientos mil habitantes extremeños, según diversas fuentes.

Gentes duras, las nuestras, criadas y crecidas a pie de sufrimiento secular en las campas de la Extremadura eterna, que se veían obligadas a hacer las maletas del siempre durísimo adiós al pueblo en medio de un impresionante reguero de lágrimas personales, humanas, del corazón, familiares, amigas. Lágrimas con sabor a tierra y a pueblo, a dolor de ausencia…

Ahí está el señor Cayo…

Ahora, con aquellas lágrimas del recuerdo, mientras Extremadura, por una diversidad de circunstancias sigue perdiendo población de forma cruel, en medio, si se me permite, de la carencia de soluciones por parte de los máximos responsables regionales en este tema y también la oposición, el articulista ha estirado el brazo en su biblioteca.

Y ha releído, lenta, sosegadamente, acaso con la memoria traspasada por Miguel Delibes, en 1977, a través de las páginas de su obra “El disputado voto del señor Cayo”, que citaba anteriormente.

Me ha vuelto a doler el corazón de la sensibilidad. Aquella que correteaba por los parajes y las campas de Herguijuela, de Arroyo de la luz, de la calle Margallo, la Extremadura rural que tanto he recorrido desde Las Hurdes hasta Tierra de Barros, y tantos y tantos pueblos extremeños que se iban asomando, de forma vertiginosa, entre sudores y espasmos, al depresivo ventanal  de la emigración, por terrenos que ya no volverían –salvo excepciones—a recuperarse, ni demográfica ni agrícola ni industrialmente hablando, en lo que se configura como un impresionante vaciado humano.

Aquel pueblo castellano que se conforma como escenario en “El disputado voto del señor Cayo”, escrita allá en los albores de las primeras elecciones democráticas, se configuraba, tan solo, de tres habitantes. El señor Cayo, su esposa, que es sordomuda, y otro vecino con el que no se llevan los anteriores, y que es visitado, casualmente, o no, durante la campaña electoral, por representantes de dos partidos políticos y que coinciden en la campaña en el pueblo de Cayo.

Un día de conmoción en la que los visitantes, más allá de la crudeza del abandono poblacional del pueblo y, a la par, claro es, el abandono del campo, la tragedia migratoria, se sorprenden con la fenomenología de la riqueza rural, donde destaca la hondura del panorama del campo, la sabiduría de carácter ancestral por parte del señor Cayo en el entorno rural y en base a la propia historia de la vida en el legado, ahora, sin embargo, interrumpido, de padres a hijos. En aquellos tiempos en que el pueblo iba hacia arriba y no hacia abajo.

Una jornada en la que Cayo, prototipo claro del campesino, cuajado de valores morales, conocedor de la naturaleza en todas sus dimensiones, una de cuyas esencias es el trabajo y el afán de cada día, inunda a sus visitantes con un diccionario y unas explicaciones de terminologías, modismos, tipologías, cultura rural de amplio alcance en la panorámica de los pueblos extremeños y que los políticos en campaña, metidos en la dinámica urbanita, no alcanzaban a entender. Lo mismo daba que les hablase del escañil o de la chiribita, de la cardancha o de la baribañuela, del cárabo o del recial, de la sombra de la nogala o el sabor de la cocina, las trébedes o el cantil, las propiedades de las plantas, el olisqueo del tiempo, la vida de su huerto, el misterio y la riqueza hechizante de la naturaleza en su más amplia dimensión. Cayo –sempiterna boina, pantalón de pana abrillantada por el uso– palabra y expresión serena, de un habla mesurada, mirada de frente, manos sarmentosas, es feliz en su mundo y muy alejado, por cierto, de la incertidumbre de los nuevos tiempos que marcan el compás de la modernidad.

Y en ese repaso por la novela del maestro y siempre admirado Miguel Delibes, con quien tuve el placer de compartir un par de jornadas de caza en tierras de Castilla-La Mancha, gracias a mi trabajo en Televisión Española, en la finca del entonces presidente de la Federación Española de Caza, me fijo en el calibre de uno de los visitantes al pueblo castellano del señor Cayo cuando le expone un párrafo del siguiente tenor:

— Pero tal como se explica, señor Cayo, usted aquí ni pun. Así se hunda el mundo, usted ni se entera.

Cayo, todo filosofía rural de muchos años de vida en el paisaje del tiempo, responde:

— ¡Toó! Y ¡qué quiere que haga yo si el mundo se hunde?

O ese diálogo en que el político, ante el esquema de vida de Cayo, le tantea:

— Un ejemplo, señor Cayo, la noche que murió Franco dormiría tan tranquilo…

— Ande ¿y por qué no?

— No se enteró de nada.

— Qué hacer si enterarme. Manolo me lo dijo.

— ¡Jo, Manolo! ¿No dice usted que Manolo baja con la furgoneta a mediados de mes?

— Así es, si señor, los días 15 salvo si cae en domingo.

— Pues usted me dirá, Franco murió el 20 de noviembre, de forma que se tiró usted cuatro semanas en la inopia.

¿Y qué prisa corría?

Laly alzó su voz apaciguadora:

— ¿Qué pensó usted, señor Cayo?

— Pensar, ¿de qué?

— De Franco, de que hubiera muerto.

El señor Cayo dibujó con sus grandes manos un ademán ambiguo:

— Mire, para decir verdad, a mí ese señor me cogía un poco a trasmano…

O, acaso, cuando uno de los políticos de la campaña electoral, extrañado ante aquel mundo de soledad, le pregunta al ver que no lea ni oiga la ni radio ni véala televisión:

— ¡Qué hace aquí en invierno?

Entonces, Cayo, filósofo rural, le espeta:

— Mire, labores no faltan.

Tras coincidir, de la mano del filólogo Jorge Urdiales Yuste, que “el señor Cayo es un sabio representante rural de la Castilla serrana!”, dejar constancia expresa que en Extremadura hay mucho Cayo deprimido por tantas ausencias, por tan impresionante vaciado humado, por tanta depresión en nuestros pueblos… Precisamente de una tierra de extraordinarias posibilidades. Y de la que, ante su falta de expectativas, los más jóvenes ya van iniciando nuevos caminos migratorios.

Cayo, a fin de cuentas, que vive en una casa emparrada, disfruta con su multitud de quehaceres diarios, entre hacer el pan, pegar unas azadas en el campo, trabajar el queso, curar los chorizos, podar árboles, cuidar y mimar, se diría, su huerta que se desliza entre bancales, donde cultiva patatas y hortalizas diversas, coger los enjambres y paladear el sabor de su propia miel, escuchar el ruidoso graznido de las chovas, contemplar las hayas…

¡Pobres pueblos, pobres Cayos y pobres familias de los Cayos en la Extremadura parda, apegadas a la tierra, en el sufrimiento de cómo se va destruyendo la cultura de la panorámica rural.…!

Si bien, claro, los Cayos extremeños de hoy, 41 años sí escuchan la radio y ven la televisión… Y se enteran de muchas noticias de todo tipo y condición.

 

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EL SEÑOR CAYO Y LA DESPOBLACION EXTREMEÑA by JUAN DE LA CRUZ GUTIERREZ GOMEZ is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

Un comentario

  1. Acabo de leer el texto, mi estimado amigo ,paisano y compañero de estudios y me ha producido un mal sabor de alma al ir leyendo la triste y amarga realidad de nuestra querida Extremadura. También a mí «me duele Extremadura» por su ya dilatada y secular sangría a borbotones de la población más joven, más fuerte y mejor preparada, dejando a sus pueblos semidespoblados llenos de arrugas y de canas y familias rotas… Te agradezco tu trabajo y tu constante inquietud por este tema del chorro migratorio extremeño que no cesa… Ya conoces, mi estimado amigo Juan de la Cruz, que es un tema recurrente en mis obra poética…
    Muchas gracias por tu trabajo y un abrazo extremeñamente fraterno
    Wenceslao Mohedas Ramos,

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