Don José Vigara Campos, un profesor entrañable del Instituto Nacional de Enseñanza Media «El Brocense», de Cáceres, que impartía lecciones de Lengua, publicó el 29 de Junio de 1961, en el periódico ABC, un memorable artículo titulado «CACERES, PLAZA MAYOR DE LA HISPANIDAD».

José Vigara Campso, en 1957.

Don José Vigara Campos, humanista, sencillo, escritor, entrañable profesor de Lengua en el Instituto Nacional de Enseñanza Media «El Brocense», redactor-jefe del periódico «Extremadura», fue un exquisito enseñante, amigo de sus alumnos, volcado en lo que hoy conocemos como las Ciencias de la Educación, preocupado por el aprendizaje de aquellos bachilleres de entonces y que, afortunadamente, pasaban por las aulas de sus enseñanzas de generación en generación.

Don José Vigara Campos, natural de la localidad cacereña de Salvatierra de Santiago, sentía el alma de la esencia de Cáceres. O, al revés, la esencia del alma de Cáceres. Tal cual ahondaba, con la mayor profundidad y sensibilidad, en sus adentros.

Un día de aquellos, de tanta inspiración como tenía arraigada, publicó en el periódico «ABC» un artículo que podríamos catalogar como de profundo y magistral, de relieve, y que desprendía tanta pasión como ardor y amor por Cáceres. Como nos fue legando a tantas generaciones de estudiantes que pasamos por sus lescciones de pedagogía y de bien y buen hacer.

Enamorado de Cáceres un día, allá por 1961, escribió un magistral artículo en ABC, titulado CACERES, PLAZA MAYOR DE LA HISPANIDAD.

 Aquí os dejo, pues, con el artículo CACERES, PLAZA MAYOR DE LA HISPANIDAD, firmado por el profesor José Vigara Campos.

CACERES, PLAZA MAYOR DE LA HISPANIDAD

Una de las fotografías que adorna el artículo «Cáceres, Plaza Mayor de la Hispanidad».

De nuevo, y por cuarta vez, los Festivales Folklóricos Hispanoamericanos han iniciado sus representaciones en Cáceres, plaza mayor de la Hispanidad, como definiera a esta ciudad el presidente del Instituto de Cultura Hispánica, don Blas Piñar. Otra vez, en el marco más adecuado y en el escenario más completo que podría buscarse, el mundo de la Hispanidad se ha dado cita y todos los hermanos de la gran familia se han reunido en la singular ciudad de la Alta Extremadura.

En Cáceres, la reina de los Festivales, señorita Isabel Ochoa, hija de los embajadores de Venezuela en nuestra patria; con ella, su corte honor; reina y corte forman como una incomparable constelación de belleza y juventud. Autoridades de la región, Cuerpo diplomático de toda Hispanoamérica, destacadas personalidades de las artes y las letras, Cáceres vestida de sus mejores galas. Honrada, sabe delicada e hidalgamente honrar con ese garbo y compostura que son patrimonio natural del señorío.

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Conviene, amado lector, que te diga algo de Cáceres. No ha sido arbitraria su designación como teatro permanente de estos festivales. Hay razones de Historia y sobran razones de ambiente. Pocos tesoros de piedra bien rimada y conservada, y acaso ningún conjunto tan completo hallarías en nuestra geografía como éste. Porque Cáceres es una ciudad maravillosa. Podría decirse que singular. Ni grande, con esa extensión desparramada y fría que aleja el corazón de sus miembros; ni chica, con esa angosta reducción de los pueblos que se empinan, pretendiendo salirse de su propia estatura. Cáceres tiene dos paisajes urbanos bien distintos: el de arriba, medieval, absoluto, íntegro, obediente a su naturaleza y a su rango; el de abajo, abierto, joven, crecedero, mezcla graciosa de geometría arquitectónica y naturaleza corriente.

Nació el primero, enredado entre callejas moras y cristianas, plazuelas, sobre cuyas losas poligonales, en las noches dormidas, la luna cunea dulcemente la sombra de las torres desmochadas. De abajo arriba, un tobogán de piedras con pátina de siglos, coronado de templos y espadañas, con devota quietud de conventos y bálsamo de patios, vestidos por dentro con gracia de enredaderas y lujo de rosas y jazmínes. En cada rinconada –son muchas y todas llenas de embrujo– han hecho alianza el tiempo y el espacio, y ni los siglos se han pasmado en ellas, la dimensión se ha quedado quieta por respeto a la forma. En la noche, cada pisada lenta sobre las losas, arriba y en cada regazo de las calles retorcidas que serpentean subiendo y bajando, se hace eso que retumba en el hueco de los moros aljibes.

Cada torre, y son muchísimas torres por todas partes, tienen su forma, su nombre y su historia: en la cima misma del tobogán, Las Veletas, dominando la plaza de su nombre, sujeta en el triángulo del antiguo alcázar, el enano convento de San Pablo y unas cuantas casonas, cuyas portadas rivalizan en estilos y atesoran los mejores ejemplares de la heráldica. Por cierto que unja leyenda se hace vida y recobra actualidad en estos rincones, una vez cada año, ahora por las Fiestas de San Juan. Desde la fortaleza mora, convertida hoy en museo, una galería árabe con bóveda de ladrillo, alta y espaciosa, conduce laberínticamente hasta las afueras de la ciudad y también hasta la cumbre de la sierra de la Mosca. Dice la leyenda que hace muchos años, cuando el IX de los Alfonsos españoles andaba enamorando a la agarena fortaleza, el ejército cristiano ponía sitio a la ciudad. Lo que hoy son tierras labrantías, a tiro de ballesta de la fortaleza,  era entonces ameno jardín donde el jefe árabe entretenía sus ocios entre macizos y cantarinas fuentes. Hasta ahí llegaba a diario el señor del palacio valiéndose de la galería oculta.

Un día, su bella hija se deleitaba regando rosas y enderezando surtidores. Así le descubrió la mirada del capitán cristiano. Unas palabras, y pocos días después, mientras las huestes sarracenas defendían la plaza por la parte contraria, donde aún se alza la graciosa torre de Abu-Jacob (Bujaco), las huestes cristianas tomaban la fortaleza a través de la galería secreta, cuya llave entregara la bella mora, rendida de amor, al cristiano que acaudillaba huestes de la cruz. La victoria fue completa; quedó la ciudad completamente rescatada y el jefe de los moros maldijo a la hija que, desde entonces,  quedó convertida en gallina. Cada año, en la noche que precede a la fiesta de San Juan, la gallina encantada sale de su encierro, recorre las calles que rodean la fortaleza haciendo ruidos espantosos y los niños de la ciudad la ahuyentan con hogueras.

Los palacios de este recinto único conservan su pristina grandeza, sin que el tiempo haya podido desfigurar su peculiar arquitectura. Ovandos, Adaneros, Carvajales, Mayoralgos, Canilleros, Montenegros y Ulloas, Galarzas y Castrosernas, Rodas, Castronuevos, Oquendos, Mogollones, Enjaradas, Pelayos, Santa Olallas, Corbos, Camarenas y otros muchos cuyas proezas y alcurnias nacieron cuando España se hacía. Ellos pusieron en este rincón maravilloso sus moradas, ceñidas aún por la cinta de tapia revestida de la muralla mora; moradas que aún están como entonces, abiertas al mundo, que se pasma cuando ve tan sencilla grandeza encerrada en la recoleta majestad de una ciudad como Cáceres.

Y los templos. Los templos de Cáceres están hechos para ello. Cada uno, para lo suyo. Todos en su puesto adecuado, con fortalezas dominando un sector del espíritu de la ciudad. Arriba del todo, San Mateo, amplio, ascético, noble, acogedor. Torre erguida y espadañas rematando la fachada escueta. Bella portada, góticas   agujas, altos ventanales con vidrieras policromadas. Por dentro, magníficos retablos, imágenes talladas, sepulcros de nobles caballeros.

Descendiendo, a mitad del camino, aprisionado en un rincón, coronado por dos torres y grandiosa cúpula jesuítica, San Francisco Javier, contrarreformas. Mármoles de Carrara y lienzos de buenas firmas italianas.

En el remanso de la plaza de su nombre, amplia, gótica, haciendo de catedral, Santa María la Mayor, cuyo retablo principal es como un gran afilón de madera tallada por nuestros insignes. En una de las esquinas exteriores del templo, como si se hubiera hecho en su origen para lo que había de ser después, una estatua de San Pedro de Alcántara, cuyos pies desnudos besa cada día reverente el pueblo cacereño.

Y abajo del todo, rematando el conjunto, como atalaya que cierra el paso antes de salir del recinto, Santiago el Mayor, cuna de los Freyres de la Orden Jacobea, en una de cuyas capillas Nuestro Padre Jesús recoge a diario la más íntima palpitación de los corazones de sus hijos.

Los arcos de entrada a la ciudad también se alzaron con el mismo sello del conjunto. La Estrella, cuarteado en espiral de difícil arquitectura; el del Corregidor, junto al anterior; el de Santa Ana, abriéndose al adarve moro; el de Cristo, el de España dando entrada al costado de la vieja ciudadela; el del Socorro, y el ya desaparecido de la Puerta de Mérida, junto al viejo cenobio de las Claras.

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Otra fotografía de Cáceres, de las que aparece en el artículo de José Vigara Campos.

El paisaje urbano de ahora, el que ha nacido fuera del tiempo y el espacio de la Vieja Norba, es enteramente joven, con frescura de reciente trazado. Cada vez se va abriendo más en cuadrículas de viviendas y jardines. Crecedero, con arquitectura de mocedad contemporánea, aire cariñoso que envían los vecinos campos labrantíos; parques y avenidas donde las rosas han vencido al tiempo y se han hecho permanentes. ¡Qué bellas las rosas cacereñas, gateando por los troncos de los árboles, subiéndose a sus ramas, descolgándose hasta acariciar la frente de los viandantes con su beso suave, en el que se dejan su terciopelo y su fragancia! Parece como si la ciudad de hoy tuviera prisas de hacerse toda jardín.

La vida en Cáceres es también suya. Tiene de común con la de otras ciudades lo que la vida tiene de genérico; pero sus matices la peculiarizan con un sello puramente suyo. Ni corre alocada, ni se queda atrás; pero en ningún momento pierde su carácter. La tradición más seria armoniza con los rumbos de ahora, sin perderse en nada el equilibrio sustancial. Es firme la piedad; sencilla, sin gazmoñerías, pero tampoco tiene adulteraciones. La honradez no conoce aún la ley de la ventaja y juega limpiamente un papel de cristiana convivencia.

La mujer cacereña, bella, con una belleza de virgen lozanía, es garbosa, honesta, hacendosa, nacida para reina del hogar, y saber dar perennidad inmarcesible al más limpio orgullo de la maternidad.

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Así es Cáceres. Esta es la Plaza Mayor de la Hispanidad, donde ahora se está desarrollando la actividad del IV Festival Folklórico Hispanoamericano, y donde cada año se deshoja la rosa de las más bellas exhibiciones artísticas de los pueblos hispanos. ¿No la has visto acaso en alguno de tus periplos por los campos de la Historia o recorriendo los caminos de la hispana geografía? Si vas a ella, te esperará amorosa y te regalará primores y hará felices tus horas y llenará tus ojos de visiones eternas, y henchirá tu corazón de gozo, y hasta te enamorará. Has de saber que los que la ven, la aman. Y el amor de Cáceres produce una embriaguez de la que difícilmente se despierta.

2 comentarios

  1. ¡¡ Impresionante descripción, inigualable artículo, no he leído jamás, ni creo que leeré nada tan original, tan sutil, descriptivo y tan bello como éste trabajo !! HONOR, GLORIA Y TRANSMISIÓN PERPETUA Y, POR SUPUESTO MI RECONOCIMIENTO A SU AUTOR Y PROFESOR QUE FUE, D. JOSÉ VIGARA CAMPOS !! Una sola pregunta por curiosidad, el autor cita la presencia de D. BLAS PIÑAR como Presidente del Instituto de Cultura Hispánica en aquel momento ¿ El cargo de presidente lo obtuvo por oposición o por libre designación ? Encantado con el artículo que haré llegar a mis amigos y catovis en general, merece la pena su lectura.

    • La verdad, querido amigo, es que el artículo, desde mi modestísima impresión, es una verdadera delicia que he rescatado del Archivo, mientras el siempre magistral, nunca mejor dicho, don José Vigara Campos, profesor de Lengua del Instituto Nacional de Enseñanza Media de Cáceres, se va recreando en los atractivos, el encanto, la magia, el hechizo y la belleza, en grado superlativo de Cáceres, a través del mensaje que va transmitiendo con su fecunda inspiración.

      Me alegra que pases el mismo a los Catovis, a los amigos y que lo divulgues al máximo. Creo, sencillamente, que, como bien señalas, el artículo, CACERES, PLAZA MAYOR DE LA HISPANIDAD, es una joya, y sería una pena que el mismo se quedara perdido en las páginas de ese mismo Archivo.

      Un abrazo cacereño, cacereñista y cacereñeador.

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