CÁCERES, POR ALFONSO DE VIEDMA

CACERES, por Alfonso de Viedma, es, sencillamente, un recorrido periodístico por aquel inmenso Cáceres de Aquellos Tiempos del año 1922. Un paseo por la ciudad que el periodista recorrió, intensa, emocionalmente, y que trasladó con la belleza de su pluma a la revista «Blanco y Negro», dentro de la serie VIAJES POR ESPAÑA, el 7 de mayo de aquel mismo año, con un amplio despliegue fotográfico. Este es, pues, su recorrido, que hemos recuperado de las páginas de la hemeroteca y que figura, por derecho propio, en esta ANTOLOGÍA DE CACERES. 

 

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Plaza Mayor de Cáceres en 1922.

Al entrar en la ciudad por la gran avenida de la estación, donde se alza el busto en bronce de un político regional, desfila con una marcha alegre y ruidosa –acompasando la marcialidad– un regimiento de Infantería. Los vetustos carruajes familiares, tirados por mulas, en que han salido a pasear unas damas enlutadas, señoriales, erguidas con rigidez en los asientos, se han parado prudentemente en las orillas del camino real. La precaución de las amigas no ha sido, a pesar de todo, bastante. Al pasar junto a una berlina con mulas blancas el tambor redoblante de la banda, el tronco se ha espantado, y el pobre autodemonte –que distraído añoraba los años lejanísimos en que fue a servir al Rey– no las ha podido contener. Y por entre las ruedas cayó y fue arrollado con violencia uno de los veinte o treinta muchachuelos que junto a la tropa armada –con varas de fresno al hombro– daban aire de gracia al desfile de la guarnición. Entre los gritos de espanto, y el santiguarse de las damas –que de nada servían–, y las caras de lánguida tristeza de la francesita rubia y de la española morena, que junto al templete lleno de flores sostentan con unos muchachos un divertido «flirt», un hombre decidido y ágil levantó del suelo –empolvado y sangrante– al niño herido. Sin ocuparse del corro inútil de lamentadores, corrió velocísimo hacia el hospital. Y era un contraste la comparación del hermoso y amplísimo edificio que levantó la caridad de los cacereños con la criatura que allá llevaban a curar…

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Querer dar la impresión de una ciudad antigua hablando solo del silencio de tumba de sus calles a las doce de la noche es no apuntar nada característico. Una ciudad puede ser rica, populosa y fabril, y no tener un sirviente, por sus calles de noche, pasada la hora de las diez. Y el extraño que no conozca los dos cafés, los dos «music-hall», donde se refugian los noctámbulos de la población, puede confundir –fácilmente, por su silencio y su quietud– a una aletargada ciudad de la gloriosa Castilla con la más floreciente villa de Vizcaya, la opulenta.

Preciso es, por tanto, si se quiere reflejar un poco la vida observada al pasar, reunir a la impresión de la ciudad dormida y en tinieblas, el aspecto de la ciudad bullente, la visión de la gente que anda… Así podrá mostrarse algún rasgo de la fisonomía, en la dinámica de la ciudad, de sus habitantes.

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Casa Ayuntamiento.

¿No es algo que interesa y hace pararse al viajero el escuchar un pregón que echa, con su hablar de grandes pausas el pregonero del Concejo? Entre la gárrula algarabía de la plaza Mayor de Cáceres, a la hora del mercado, que es tan de notar como los gritos desgarrados de la madrileña plaza de la Cebada, este hombre que repite de esquina en esquina el confortante anuncio de un tendero de la ciudad –«lo que de orden del señor alcalde se hace saber…»–, avisando de que vende prosaicos, pero muy suculentos géneros, ofrece una nota pintoresca que recoger.

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Círculo de la Concordia.

De igual modo, en el Casino provinciano –vieja casona de fuerte torreón, cuyo balcón de esquina con frontón y columnas de clásico trazado y magníficas decoraciones de escudos y altorrelieves es un ejemplar singularísimo de que solo tiene semejantes en las puertas en ángulo de Ciudad Rodrigo–, en el Casino, en la tertulia más típica, es el tema de la caza el que más se comenta. Al entrar en una expendeduría de tabacos se oye comprar una licencia de caza. En la más flamante librería de la calle más céntrica, junto a la sugestiva cubierta de una novela de Pedro Mata, vénse varios ejemplares del único libro impreso a la sazón en la ciudad, «La caza de la perdiz«… Y es forzoso deducir que, en Cáceres, tanto como la Casa de los Golfines, tiene importancia la caza de la perdiz con reclamo…

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En la torre almenada de la plaza Mayor –cuyo remate es la blanca estatua romana de una Ceres encuadrada en poco artístico templete– suena el reloj municipal diez campanadas. Se suben unos cuantos escalones. Y hay el gran arco –el arco abierto y estirado que cobija el arranque de cuatro calles–, cuya coronación de almenas ha sido rota, también, como en la plaza, por la capillita en que descansa la Virgen de la Estrella. Este arco, uno de los antiguos de entrada a la plaza fuerte de Cáceres, habla en la leyenda de su cartela de mármol de la visita a la ciudad extremeña de la Reina Católica doña Isabel, que juró, en 1447, guardar los fueros concedidos a la población por los Reyes de León y de Castilla, sus antecesores.

caceresblancoynegrogolfines-001Ya en la plaza de la gótica iglesia de Santa María la Mayor, ya en la plaza del Aire y en las calles de la Amargura, del Adarve y del Postigo es cuando se ha perdido el viajero en el que fue poblado medieval que circundaba un cordón de murallas y torreones. En la plaza de su nombre hállase el prócer torreón de los Golfines. El airoso palacio –tal vez pequeño para llamarse así–, que tiene en sus cresterías, en sus preciosos medallones de altorrelieves, en sus gárgolas caprichosas, en toda su serenidad de lineas la fortaleza elegante de los palacios del Renacimiento: del gran palacio salmantino de Monterrey. Sobre el escudo que se apoya en el parteluz del bello ajimez, una cruz llana descansa. Bajo el gran blasón de la torre –con lises y castillos– está la orgullosa leyenda: «Esta es la Casa de los Golfines». Y una lápida moderna repite la inscripción y recuerda el haberse aposentado allá personas Reales de España.

blancoynegrocaceres1922-1Toda la ciudad vieja es un claro solar de hidalguía. Sus plazuelas irregulares y sus amplias plazas, sus calles angostas y sus calles en cuesta, ofrecen a cada paso el regalo arcaico de una fachada con heráldicos emblemas. Se halla la Casa de las Veletas. construcción mahometana edificada sobre un soberbio aljibe de fuertes columnas. La Casa del Sol, con el pétreo escudo parlante del linaje de los Solís. El palacio de Mayoralgo, con sus balcones de ajimez y su puerta de medio punto con enormes dovelas. Y el palacio del Obispo, con sus bellas rejerías, y el almohadillado  de su portada, como una casa del siglo XV de Florencia…

Al pasar por la calle de la Compañía, con el viejo convento, que es hoy el Instituto. Al cruzar por las calles en absoluto solitarias encuéntranse donde quiera cuadrados torreones con recios y salientes matacanes, y abiertos ajimeces donde se espera ver salir a la bella castellana. El rayo de luna es luz clara en la noche serena. Solo se oye el isócrono graznido de las cigüeñas, que parecen ser vigías de la muralla y repetir en las atalayas el ¡alerta! Un ¡alerta! innecesario. Un ¡alerta! que fuera el eco de los ¡alerta! de otros siglos repetido por un mecanismo del inventor toledano de tiempos de los Austrias, que hubiera acertado a descubrir, para uso de los centinelas de guerra, el aparato parlante de Edisson. Y sigue oyéndose, desde la torre en la plaza Mayor a las otras cien torres de Cáceres, el grito de las cigüeñas en esta vieja barriada de la ciudad, donde parece que no se ha levantado un edificio desde el tiempo glorioso de España, desde el aúreo siglo XVI.

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También aparece con algo típico, a primera vista, el paseo de prima noche por la estrecha calle de Pintores, que va a dar a la plaza. Pero es este el lugar reducido donde la gente se empeña en darse encontronazos y verse la cara mil veces en dos horas, que hay en todas las capitales pequeñas. Tal vez las tertulias que forman bellísimas muchachas en algún comercio –en tanto pasan y tornar a pasar los que pasean– sea lo único diferencial de Cáceres.

En cambio, en esa misma Cáceres antigua a la que se entra por el Arco de la Estrella, si se va con la alegría del sol y no en las horas románticas del claro de luna, pueden hallarse aspectos de vida y de belleza animada. Al seguir por la Cuesta del Marqués, llégase a la Fuente del Concejo. Las mozas de la ciudad, con sus caras morenas y sus cabellos largos, con sus medias blancas, suben lentamente la dura cuesta con un ánfora rezumante en la cabeza equilibrado sobre blanco rodete. Las frentes altas y los ojos de fuego; el busto, erguido; el andar, pausado. Y aunque van diciéndose a voces sus cuitas y sus murmuraciones cotidianas hay tanta serenidad, tanta elegancia en sus lineas ondulantes, tanta expresión en sus caras y tanta armonía en sus acompasados movimientos que parece la larga hilera de la moza del cántaro –que suben a Cáceres el agua de la fuente del Concejo– una procesión clásica del friso de un templo griego.

NOTA: Todas las fotografías que acompañan este texto, la Plaza Mayor, la Casa Ayuntamiento,  el Círculo de la Concordia, el Palacio de los Golfines y el Palacio de Mayoralgo están captadas de la revista Blanco y Negro y que ilustran el artículo referenciado.

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