DE CABALLERÍAS EN EL CASCO HISTÓRICO DE CACERES

La estampa histórica de vendedores ambulantes, tirando de sus caballerías, por la Ciudad Antigua de Cáceres, resultan de una manifiesta belleza.

Vendedor ambulante en 1913 ante el Palacio de Mayoralgo.
Vendedor ambulante en 1913 ante el Palacio de Mayoralgo.

Una de las curiosidades dentro del ámbito de la fotografía en la Ciudad Histórico-Monumental de Cáceres, se conforma por una serie de instantáneas alrededor de la presencia de vendedores ambulantes, con caballerías, por las entrañas de sus calles y plazoletas.

Asimismo son numerosos los artistas fotográficos cacereños que fueron plasmando, a través del paso de los años, esa serie de estampas de caballerías transitando por la hondura de la Ciudad Antigua, con sus pisadas resonando entre las piedras del suelo… En ocasiones, inclusive, levantando algunas chispas al choque del hierro de las herraduras y con las que los chiquillos nos sorprendíamos, al contemplar el relampagueo y el estallido de las mismas.

Y es que, a lo largo del tiempo, los vendedores de diversas mercancías, carboneros, meloneros, alfareros, caleros y otros, también trasegaban con sus humildes indumentarias, chambra, pantalón de pana, camisas desgarradas de sudor, caballerías y productos por el mágico escenario que se alberga en el casco cacereño.

De este modo los vendedores se adentraban a lomos de asnos y de mulos, tras recorrer otras calles de la ciudad, expandiendo sus históricos pregones como «Melones dulces…!”, “¡Sandías colorás…!«, “¡A raja y calaaaa!«, «¡Picón ¿quién?«, que pesaban ritualmente en el juego de la balanza de la romana, otros como «¡Piporros finooooos!«, «¡Macetas de barrooooo!«, “¡Cal blanca y morena pa los jumeros…”, “¡Arena fina del Tajo…!” y otros mensajes que retumbaban entre las graníticas paredes de palacios, iglesias, conventos, casonas medievales, serpenteando por los mares de la historia cacereña…

Al escuchar el grito de la venta de la mercancía los vecinos, la servidumbre de la nobleza y algunas monjas de las clausuras de un sencillo pero impresionante recogimiento y silencio traspasaban el zaguán y se apostaban en la puerta, girando a la cabeza a uno y otro lado, a la espera de encontrarse con los vendedores, siempre anhelantes por ganarse unas perrillas y pegar la hebra con una parrafadilla sobre cualquier asunto intranscendente, por ejemplo el tiempo del día, cruzaban unas frases y adquirían los elementos precisos, siempre tras un regateo costumbrista, céntimo arriba, céntimo abajo, entre sonrisas de ambos dos, y, posteriormente, regresaban a la calidez de sus hogares.

El vendedor ambulante, siempre humilde y esforzado trabajador, siempre, de sempiterna boina, entonces, desprendía una sonrisa, emprendía, de nuevo, su incansable caminata, preñada de esos monótonos sonsonetes, pero de los que sacaba al menos unas pesetillas para el condumio y el mantenimiento familiar, aunque muy trabajadas en medio de muchos sacrificios y esfuerzos, con dedos pringados e impregnados de unas pinceladas amarillentas de nicotina, echaba mano de un librillo de papel de fumar, marca “Carabela”, extraía del bolsillo trasero del pantalón una petaca, liaba de forma parsimoniosa un delgaducho e irregular cigarrillo con un curvo trazado, con sus hebras correspondientes que se iban cruzando a lo largo del pitillo, echaba mano del chisquero, que llevaba en cualquier bolsillo, y en el otro un moquero, lograba encenderlo después de unos cuantos intentos con la palma de la mano derecha y, tras cada calada, desprendía por la boca una nube de humo, con tonalidades entre azuladas y un cierto aire de corte anublado, que se evaporaba y desaparecía a medida que ascendía por los aires… Luego, dejaba que el cigarrillo se fuera consumiendo, paulatinamente, en la comisura de los labios, hasta morir en una pequeña parva, tomaba el ronzal de las caballerías y gritaba:

— ¡Arre, mulo, arre…!

Después, entre silboteos segmentados de canciones populares y algunos estribillos pegadizos de otras interpretaciones propias de la época, el vendedor ambulante continuaba zizzagueando por el recorrido de su deambular y por donde el mismo, dejando atrás su pueblecillo, a unos cuantos kilómetros, a veces con la cabeza a pájaros, otras asediado por la filosofía de reflexión popular y continuados bostezos caminantes, volvería a darse un garbeo de esencia urbana y comercial unos cuantos días más tarde…

Siempre, al medio, el trajín del vendedor ambulante, agradecido, aún tiritando de frío por las rascas que caían en las madrugadas invernales cacereñas, o sudando más que la mar salada durante el estío, y que, más allá de las largas distancias, de los esmerados esfuerzos para la producción de su mercancía, y acomodado como buenamente podía, a lomos del jumento, abría las piernas, se colocaba entre los aparejos, recorría la caminata tras los despertares, para cuando se hacía la luz alcanzar a primeras horas del día el destino de su meta, Cáceres, e iniciar tantos afanosos trasiegos por calles y plazas de la ciudad entre miradas indiferentes del paisanaje desdibujado en el deambular de la pequeña capital de provincias.

¡Ay, aquellos vendedores ambulantes que tantas veces se desgañitaron por la profunda belleza del Casco Histórico de Cáceres con sus mercancías, con sus romanas, con sus inveteradas panas, con sus mensajes, y echando de vez cuando un trago para el coleto que le caía a chorros por la boca desde la cantimplora…!.

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