SAN JUAN DE LA CRUZ: UNA ESTAMPA DE SACRIFICIO Y ORACION

San Juan de la Cruz hizo de la oración, el sacrificio, la persecución y encarcelamiento una vida de santidad. Luego, la hondura de su poesía mística.

San Juan de la Cruz.
San Juan de la Cruz.

Juan de Yepes Alvarez no alcanzó la santidad por azar. Basta tan solo con seguir los pasos de su vida con detenimiento, fundamentalmente, en su elevado grado de rigor espiritual, de hondura religiosa, de persistencia en sus ideas, de templanza. Y, por tanto, de una vida que desde luego debemos de considerar ejemplar de todo punto desde su alta capacidad para el sacrificio, los sufrimientos psíquicos, físicos y corporales, la generosidad de alma y de la búsqueda de la verdad hacia sus creencias.

Para llevar a cabo este modesto ensayo sobre San Juan de la Cruz se tuvieron que posibilitar toda una serie de unas coincidencias determinantes y que paso a explicar.

Un 24 de noviembre llegué a este mundo, cuando el santoral del día, entonces, marcaba, aun, la festividad de San Juan de la Cruz. Pocos días más tarde el sacerdote don Lorenzo Pascual Manzano, párroco de la iglesia de Santiago el Mayor, de Cáceres, derramaba sobre mi cabeza las aguas bautismales poniéndome, por nombre, Juan de la Cruz.

Ya de niño, con motivo de mi confirmación, un sacerdote emparentado con mi abuelo materno me regaló un libro sobre el santo. Mis padres me insistían en conocer la figura, la vida, la obra de San Juan de la Cruz. En mis asientos de bachiller tuve que estudiar –al menos para aprobar Historia de la Literatura Española– unos cauces, si bien pequeños, sobre el místico, por relieve, de la poesía española.

Lo mismo que otras veces, en el correr de los años, una serie de sacerdotes del Cáceres de Aquellos Tiempos, don Casimiro García García, don Manuel Vidal, don Santiago García, don Teodoro Hernández, el padre Casiano, de la Preciosa Sangre, don Jesús Sampedro, don Juan Manuel Cuadrado Ceballos, don Miguel Pérez Reviriego, Fray Antonio Corredor, el Padre Barrios, don Felipe Fernández Peña, y tantos otros, todos amigos de mi padre, que gloria haya, al conocer mi nombre, me insistieran en leer y aprender de San Juan de la Cruz. Como otro día, en una audiencia colectiva en El Vaticano, con el Papa Juan Pablo II, me animó a reflexionar sobre el santo. Por cierto que fue este Papa el que decidió cambiar la festividad del santoral y pasando la celebración del mismo del 24 de noviembre al 14 de diciembre, coincidiendo con la fecha del fallecimiento de San Juan de la Cruz.

Allá por 1982 cuando Juan Pablo II visitó España, el autor de estas líneas siguió con el equipo de Televisión Española tres actos del Papa en España, entre ellos su presencia en el sepulcro de Santa Teresa de Jesús en Alba de Tormes. Y cuando uno de sus acompañantes le dijo que yo me llamaba Juan de la Cruz expresó un gesto de alegría y el Papa respondió algo así como “Buon santo, il santo dei santi”. Y es que Juan Pablo II, que escribió su tesis doctoral sobre el tema “La fe en San Juan de la Cruz”, es uno de los más señalados conocedores de la vida del fraile carmelita.

Ya hacia el año 1986, en una multitudinaria audiencia en la Sala Capitular del Vaticano, en la que estaba presente el autor de estas líneas, Juan Pablo II hizo alusión al ejemplo de la vida de San Juan de la Cruz.

Posteriormente cuatro años como director de TVE-Castilla-La Mancha me llevaron a interesarme por su durísimo encarcelamiento en Toledo y su vida. Un período, el de su arresto conventual, que se resume en aquella respuesta que un día diera Juan de la Cruz: “No os extrañe que ame yo mucho el sufrimiento. Dios me dio una idea de su gran valor cuando estuve en Toledo”.

A caballo entre su obra y mis modestos estudios, fui ampliando un artículo que publiqué en el periódico ABC-Castilla La Mancha hasta finalizar en este ensayo que he rescatado de mi archivo.

He leído en bastantes ocasiones retazos y semblanzas acerca de la vida de San Juan de la Cruz, como he leído su obra. Y entre mis escritos, de esos que pocas veces se encuentran, porque duermen como perdidos en cualquier lugar, hace ya algunos años que recuperé una pequeña biografía que escribí del mismo.

Ahora me acompañan, entre otras publicaciones sobre San Juan de la Cruz, un par de libros sobre el mismo que han aparecido en uno de esos zurrones que pocas veces se abren: «San Juan de la Cruz«, de Gerald Brenan, y «Vida de San Juan de la Cruz«, de Crisógono de Jesús Sacramentado.

 San Juan de la Cruz, obvio resulta decirlo, se conforma como uno de los máximos exponentes de la poesía mística. Mejor aún, el poeta místico más profundo.

Pero la verdad es que, de siempre, me conmovió su vida, abrazada al sacrificio, al estudio, a la contemplación, a la austeridad, a la soledad y a la confesión espiritual, a la defensa de sus ideas. Entre luces, padecimientos, esfuerzos inveterados… Y ahí está su vida. Que, a veces, se salpica de dolor ajeno. Pero que, en justicia, creo que se debe de conocer a fondo. No solo los párrafos de sus destinos y poesías. Sino esa otra parcela de la vida personal del Santo que no se frecuenta en algunos perfiles de su trayectoria. Y por los que Juan de la Cruz caminaba hasta alcanzar, un día, tantos años después, la santidad.

Un ejemplo que figura en letras de oro en la historia, no ya solo en la de la cristiandad, sino por su santificación, su poesía, su generosidad ilimitada, que algunos debieran de conocer. Independientemente de las ideas religiosas que se profesen. O no. Solo leer el recorrido de algunos pasajes por su encarcelamiento en Toledo, la persecución por parte de los carmelitas calzados, y también, posteriormente, de los descalzos, o el sufrimiento ilimitado a la hora de la muerte, además de la valentía para defender su moral y principios, son elementos de relevancia.

Retrato, anónimo, de San Juan de la Cruz. Carmelitas Descalzas de Granada. Escuela Española de fines del XVII.
Retrato, anónimo, de San Juan de la Cruz. Carmelitas Descalzas de Granada. Escuela Española de fines del XVII.

 Juan de Yepes Alvarez (Fontiveros, 1542-Ubeda, 1591) hijo de humildes trabajadores en un telar de sedas pobres, conocidas como buratos, llegó al mundo en un hogar conformado por la miseria, una más que desoladora pobreza, hasta el extremo de que su padre falleció en edad temprana por una enfermedad catalogada como de persistente y uno de sus hermanos murió de hambre, por lo muy pronto comenzó a saber de las adversidades y penalidades de la vida.

Su madre decide trasladarse a Medina del Campo, criándose en los arrabales. Y, como pobre de solemnidad, Juan de Yepes Alvarez da unos primeros pasos vocacionales en el Colegio de los Niños de la Doctrina, una especie de reformatorio y escuela, donde tenía asegurado el sustento y el techo, aprendió a leer y escribir, como acólito de las Agustinas de la Magdalena, ayudando a todas las labores, acompañando a los entierros y pidiendo limosna, al tiempo que ya practicaba fuertes mortificaciones corporales.

Ese paso por la escuela le facultó, afortunadamente, para acceder al colegio de los jesuitas y aprender Humanidades, con Gramática y Retórica entre otras asignaturas. Enseñanzas que se impartían en Latín. Dos campos, el estudio de Humanidades y el aprendizaje de la lengua latina, que, a la larga, habría de cambiar, de forma notoria, afortunadamente, el rumbo de su vida.

Posteriormente compagina sus estudios ayudando en el Hospital de Nuestra Señora de la Concepción, en Medina del Campo, dedicado a la curación de enfermedades venéreas y que era conocido, de forma popular entre las gentes, como el Hospital de las Bubas.

Todo ello mientras sobrevivía de forma esforzada, que es lo que requería su tránsito. A medida que transcurre el tiempo se acentúa su vocación religiosa y a los veintiún años ingresa en la orden carmelita, en el convento de Medina del Campo. Lo que hace con el nombre de Fray Juan de Santo Matía, sabiendo de su sensibilidad contemplativa, ermitaña, su anhelo de carácter eremítico y retornar a la austeridad y la pobreza con que arrancaran, en su día, los primeros eremitas del Carmelo.

El monje camina entre libros, sacrificios, mortificaciones, como un régimen de vida con horizontes de máxima claridad intelectual.

Se formó en Teología mística, también estudió Arte y Patrística (estudio de los textos de los padres de la Iglesia) en la Universidad de Salamanca, de las de mayor prestigio en Europa, cuando Fray Luis de León impartía clase en aquellas aulas, leía a Cicerón, Ovidio, Virgilio, Horacio, Julio César, Tomás de Aquino, entre otros, formándose, sobre todo, en las corrientes del humanismo cristiano, toda una constante en su vida, y en el sentido de la pedagogía.

Tras ordenarse sacerdote, con el ánimo y la fuerza vocacional del silencio y la meditación, caviló durante un tiempo en ingresar en un convento cartujo, la orden que fundara San Bruno, pero al conocer a Teresa de Cepeda y Ahumada, posteriormente Santa Teresa, los dos religiosos se comprometen a trabajar en la reforma de la Orden carmelita, observando sobremanera la contemplación y la austeridad, y llevar a la misma a sus planteamientos de origen. De tal modo es así que Teresa de Cepeda diría tras sus primeras conversaciones: «Aunque es chico, entiendo que es grande a los ojos de Dios«.

Por lo que ingresa en el convento de Santa Ana, en la localidad vallisoletana de Medina del Campo.

De este modo Juan de Yepes se convierte, con escasos años, en uno de los iniciadores, junto a la santa, de la orden de los Carmelitas Descalzos desde el empeño y el compromiso de erigir un edificio de envergadura espiritual. Y es que, ya desde el primer encuentro, Teresa de Cepeda vio en su compañero y monje un espíritu y hasta un alma profundamente religiosa, impregnada de sacrificio y vocación intensamente espiritual, muy pura, por lo que ambos conformaron un proyecto de identidad religiosa y espiritual común que marcaría un hito de excepcionales magnitudes en la historia de los carmelitas.

Una relación fuerte de toda fortaleza como para poner en marcha, en 1568 el primer convento masculino de los carmelitas descalzos en una humilde casa en la localidad abulense de Duruelo, que era un primer objetivo. Al hacerse cargo de la misma pasa a llamarse fray Juan de la Cruz. Acaso, una suposición y una licencia del escritor, porque etimológicamente el nombre de Juan, de raíz hebrea, se conforma de varias acepciones como “El que se tiene a Dios”, “Dios es propicio”, “Dios se ha apiadado” o “Dios es misericordioso”. Y Cruz se entiende como “que remite a Cristo”. En aquel momento prometía continuar la regla primitiva que pusiera en marcha en 1247, San Alberto, lo que hace vestido con una túnica que le ha elaborado primorosa, espiritual, amorosamente, de modo especial, Teresa de Jesús.

De este modo el fraile carmelita, siempre impregnado de la pobreza evangélica como acto de fe y renuncia a los bienes de tipo material, iniciaba los cimientos de un nuevo esquema carmelita que se basaba, entre otros puntos, en la oración, la meditación, la austeridad, la severidad, la pobreza, el ayuno, el silencio, la soledad, la humildad, el rigor espiritual y mucha capacidad de aguantar, estoicamente, la mortificación… Tal cual demandaba la vida contemplativa que existía en su interior y en cuyos esquemas coincidía, de pleno, con Teresa de Cepeda.

Enseguida pasa al convento de Mancera como subprior y maestro de novicios, pone en marcha el noviciado en el convento de Pastrana y, más tarde, es nombrado rector del Colegio convento de Carmelitas Descalzos de San Cirilo.

Toda una vida de cambios, de sacrificios, de esfuerzos y de anhelos en la lucha por la defensa y expansión de su esquema intelectual y cumplimiento al máximo de la disciplina eremita.

Estatua de San Juan de la Cruz erigida en Avila.
Estatua de San Juan de la Cruz erigida en Avila.

Lo mismo que en 1572 pasa a ser vicario y confesor de las monjas al convento de la Encarnación, en Avila, el de mayor relevancia de las tierras de Castilla, bajo el priorazgo de Teresa de Jesús, con la que le une una absoluta identidad, sin fisuras, en el posicionamiento de los carmelitas descalzos. Y al poco de incorporarse a la ciudad castellana Teresa de Cepeda señala: «Está obrando maravillas. El pueblo lo tiene por santo. En mi opinión lo es y lo ha sido siempre«.

Y añade que «tanto los religiosos como los laicos buscaban a Juan de la Cruz«. Un tiempo en el que el fraile Juan de la Cruz profundiza en la lectura de textos religiosos, sobre todo de carácter místico y escolástico, de gran calado en su formación.

Habrá que dejar constancia manifiesta de que, ante las fuertes discrepancias entre carmelitas calzados y profesos de los descalzos, basada en las diferencias de criterios religiosos y espirituales en el seno de la orden, Juan de la Cruz fue detenido y encarcelado en 1575, a lo largo de unos días, durante su estancia en Medina del Campo por los primeros. Aunque la decisiva intervención del Nuncio de Su Santidad en España, monseñor Nicolò Ormaneto, logró su rápida puesta en libertad. Tal resultaba, pues, la más que implacable persecución que iban llevando a cabo los primeros sobre los seguidores de las doctrinas de Teresa de Jesús y Juan de la Cruz que llegan hasta el punto citado. Lo que, por otra parte, deja constancia de la política de crudeza, exigencia, imposiciones y persecuciones que llevaban a cabo los frailes carmelitas calzados.

En consonancia con lo expuesto anteriormente se van recrudeciendo, día a día, los severos conflictos internos entre carmelitas calzados y descalzos, sufriendo Juan de la Cruz una fuerte hostilidad por parte de los primeros. Un momento, asimismo, crucial en la historia de la orden carmelita: Los carmelitas calzados se encuentran apoyados por el Papa Gregorio III, que buscaban la no separación de los descalzos, mientras que estos últimos contaban con la comprensión del Rey Felipe II, cuando estos frailes solicitaban más exigencia, severidad, disciplina en su espíritu, y, sobretodo y fundamentalmente, riqueza espiritual. Un pulso, pues, de señalada relevancia porque las fuertes discrepancias internas de la orden se trasladaban a un pulso entre la iglesia romana y el rey español.

El conflicto se agrava de tal forma que en la noche del 3 de diciembre de 1577 Juan de la Cruz es apresado por un grupo de hombres armados con un alguacil, por mandato del superior de la Orden en Castilla. Después de recorrer una larga serie de veredas y de caminos, con los ojos vendados, durante dos días, en pleno invierno, por medio de las frías tierras invernales de los campos de Avila, la Sierra de San Pedro y los recovecos y senderos de las campas toledanas es llevado a lomos de una mula al convento carmelita de Nuestra Señora del Carmen, de la Observancia de Toledo.

Un episodio en el que es acusado de apóstata, al tiempo que el Tribunal que le juzga, formado solo por carmelitas calzados, le sitia en sus convicciones y morales para que abdique de sus planteamientos reformadores junto a Teresa de Cepeda, mientras le ofrecen hasta un Priorato, celdas con libros y cruz de oro.

Al negarse a ello Juan de la Cruz, que fue declarado como rebelde y contumaz, pasa a ser ingresado en una celda de castigo, en medio de muy penosas condiciones pero que soportó de forma estoica.

Ante su negativa es acusado de rebeldía. Por lo que sufre casi nueve meses de cruel encarcelamiento y aislamiento en una celda de unas dimensiones aproximadas de entre unos seis por diez pies, y un oscuro ventanuco, una arpillera, de unos tres dedos de ancho por el que entraba un minúsculo rayo de luz, pudiendo leer, tan solo, subido en un pequeño banquillo y apurando al máximo. Adversidades de profundo castigo que, sin embargo, enriquecería su ya de por sí rica fe aprovechando el mismo para escribir sus composiciones.

Una celda, por cierto, de la que tan solo salía, en una primera etapa, para ser flagelado en el refectorio por parte de todos los frailes conventuales, con la disciplina circular, una especie de varilla sobre su desnuda espalda, mientras el prior le incriminaba en sus faltas.

Le acompañaban, tan solo, en su equipaje, un Breviario devocional. Más allá, asimismo, la parquedad de la comida, mendrugos de pan, agua, y de cuando en vez, algunas sardinas… Una tabla en el suelo para el descanso. El castigo incluye falta de aseo, tan solo le cambian el recipiente donde hace sus necesidades de cuando en vez, aguantando hedores insoportables, mientras el ropaje, una tuniquilla interior y el hábito, sufren el desgarro del paso del tiempo. Al mismo tiempo en aquellas condiciones el cuerpo de Juan de la Cruz es asaetado por calenturas y piojos. Y a lo que hay que añadir la frialdad que se cuela por todas partes en la dureza del invierno toledano como se cuelan los rigores del calor estival. Inclusive enferma de disentería quedándose en una delgadez extrema y llegando a a padecer congelación en los dedos de los pies. Y, también otra continuada y larga serie de humillaciones permanentes.

 Teresa de Jesús manda escritos al rey Felipe II, mostrando su preocupación por ignorar su paradero y dejando nota expresa de que preferiría que el monje hubiera sido secuestrado los moros antes de que estuviera retenido por los carmelitas calzados, escribiendo «pues aquéllos tendrían más piedad«.

Inclusive hasta fray Jerónimo Tostado, a la sazón vicario general de los carmelitas en España y consultor de la Inquisición, llega a dar la orden de golpear y maltratar al monje detenido. Lo que sigue al pie de la letra el prior del convento toledano, Fray Maldonado, que, en su más que manifiesta crueldad, le negaba hasta la asistencia a la celebración de la Misa.

Cuesta trabajo hacerse a la idea de estas condiciones del fraile preso y que, sin embargo, fortalecieron y revitalizaron su crédito religioso en sí mismo. Algo que hoy agradece la orden carmelita, tal como se puede ver en el paso y el transcurso del tiempo.

Un período de encarcelamiento que se resume en aquella respuesta que un día diera Juan de la Cruz: «No os extrañe que ame yo mucho el sufrimiento. Dios me dio una idea de su gran valor cuando estuve en Toledo».

Todo un largo proceso y recorrido en medio de un mar de incomprensiones, de dureza y adversidades, de temores y dudas, de las más duras resignaciones, ante tanta injusticia y dureza en el castigo, a todos los niveles, que repercutieron, inclusive, en la debilidad física.

Nueve meses de prisión, de hambre, de flagelación, que se convirtieron, por un lado, en una noche oscura del alma, y por otro lado, en su elevación suprema. Espiritual y poéticamente hablando.

Una amplia serie de circunstancias que Juan de la Cruz soporta, resignadamente, sin embargo, a base de una gran fe, que al tiempo le imprime de intensidad, de ejercicio, de disciplina del más firme carácter de madurez espiritual y, a la vez, potencian su numen poético.

Le duele su vida y su dolor. Pero se sobrepone con una fuerza mental absolutamente sorprendente. Y allí, precisamente, ante tal castigo, de injusticia suprema, inicia los primeros versos y los primeros pasos del «Cántico Espiritual«.

Tanto tiempo de cruel castigo y de falta de horizontes para alcanzar la libertad de sus captores le hace planificar la huida y escapada del convento toledano, lo que consigue de forma verdaderamente milagrosa, descolgándose con una cuerda elaborada con un par de mantas y trozos del hábito del fraile, y dando un salto de metro y medio para alcanzar el suelo. Tras saltar la tapia del convento el fraile se resguarda en un convento de carmelitas descalzas en la toledana calle de Núñez de Arce. Una ayuda que bien se pudo haber posibilitado gracias, en buena parte, a la hipotética dejación de su segundo guardián, un joven fraile, que se mostraba comprensivo y sentía lástima con el monje encarcelado.

Posteriormente pasa por Almodóvar del Campo. Tras unos fuertes debates y convulsiones en el seno de la Orden y por parte de la superioridad religiosa carmelita los descalzos de Juan de la Cruz y Teresa de Cepeda y Ahumada logran independizarse de los calzados.

Enseguida Juan de la Cruz, tras un Capítulo de los Carmelitas Descalzos, es nombrado vicario en el Convento del Calvario, incrustado en un hermoso paisaje de la serranía de Jaén, y en cuyo retiro deja atrás las tensiones entre calzados y descalzos, retomando su creatividad poética y en la que manifiesta profundas huellas y mensajes espirituales, además de encontrar un refugio para su propia dinámica moral y personal.

Entre la vida contemplativa y la intensidad desgarradora de su fuerza interior retoma la hondura de su poesía, con ejemplos como «Noche oscura«, «Montecillo de Perfección» y otros.

Son, por tanto, otros tiempos en la vida de Juan de la Cruz. Poco a poco, pues, va recuperando la libertad de su espíritu de siempre, aunque, también, siempre, con el temor a la persecución de los carmelitas descalzos. Pero, firme y consistente, avanza en sus principios, en su credo, en su pensamiento. Y persistiendo, por consiguiente, en su fuerza que emana de la llamada de la reflexión y del alma, tal cual se inspiran en los principios de los carmelitas descalzos, sabiendo dejar atrás las penalidades carcelarias de las que nadie se explica cómo pudo salir adelante. Y además, insistamos, con tanta fortaleza. Lo que no solo constituye ninguna leyenda al albur de testimonios falsos sino de lo que queda constancia expresa de su calvario.

 Juan de la Cruz cabalga, sin parar, a lomos de su credo religioso y de la hondura y el rigor de sus poesías de cariz marcadamente espiritual. Como es el caso, por ejemplo, de «Llama de amor viva«, y luchando, de forma resignada con señaladas desventuras, por la presión continuada que sobre el mismo ejercen los carmelitas calzados.

Es en el año 1580 cuando se produce una separación de los carmelitas calzados. De tal modo que los carmelos descalzos logran conformarse como una provincia exenta.

Juan de la Cruz pasa a ser rector en el Colegio Mayor Carmelita de Baeza. Y posteriormente, con la disgregación de la Orden, y separación entre frailes calzados y monjes descalzos está al frente del Priorato de los Mártires, en Granada. Seis años en la ciudad andaluza que, probablemente, constituyeron el tiempo más exponencial de su recorrido poético. Y allí completó «El Cántico espiritual«, escribió «La Llama de Amor Viva» y profundizó en otros comentarios y escritos de su creación literaria.

Si bien con el fallecimiento de Teresa de Cepeda y Ahumada, se va agravando y tensiona al máximo el conflicto de división muy radical dentro de los propios carmelitas descalzos.

Firma de San Juan de la Cruz.
Firma de San Juan de la Cruz.

Ya en 1588 Juan de la Cruz resulta elegido primer Definidor y Tercer Consiliario de la Consulta, por lo que tiene que trasladarse a Segovia como prior del convento carmelita.

Después pasa a ser Vicario de la Orden Carmelita en Andalucía, aunque en poco tiempo surgen fuertes discrepancias y enfrentamientos doctrinales, ahora, ya, en el seno interno de los carmelitas descalzos, es destituido de todos sus cargos y como nuevo castigo a sus inquebrantables pensamientos y objetivos, es enviado, ya como simple y mero fraile, simple y mero súbdito de la comunidad, al convento existente en un lugar remoto y aislado como es el convento de la Peñuela, en la localidad jiennense de La Carolina.

Como se ve, pues, se trata de una persecución implacable y continuada contra Juan de la Cruz, que no tiene más remedio que soportar como buenamente puede. Aun cuando desde dichos castigos siga convirtiendo los mismos en atalayas, cada vez más fuertes, en su credo y en su fe.

Un retiro, el de la Peñuela, tras tantos esfuerzos y avatares, en el que dejaría constancia, sin embargo del calado de una señalada conformación de sus planteamientos ante tan difícil situación personal y de persecución por su idea de reforma. Y, al respecto, señala: «Tengo menos materia de confesión cuando estoy entre las peñas que cuando estoy ente los hombres«.

Toda una vida entregada a la ejemplaridad y, también, a un durísimo, cruel, injusto e inhumano cerco por parte de los carmelitas descalzos, hasta el extremo de que los máximos rectores de la Orden trataban de buscar imputaciones para expulsarle de la orden carmelita, en la que tanto se volcó.

Ante ello Juan de la Cruz se planteó, inclusive, emprender camino de las Indias, tal como le propusiera la superioridad, a fin de liberarse de tanta hostilidad, de tantas tensiones, de tantas discrepancias, de tantos esfuerzos, de tanta paciencia y aguante y, sobre todo, de tantas y tantas intrigas como las que reinaban ya, en aquel momento, dentro de la propia orden de los carmelitas descalzos. ¡Ay, la deriva que había adoptado la congregación en la que tantos pilares puso a lo largo de toda su vida!

A esas alturas de su vida, tal como se puede constatar, Juan de la Cruz ha tenido una vida de una intensidad espiritual, aventurera, humana, viajera y arriesgada. Todo por su fe y su capacidad irrenunciable de sus ideas religiosas en pro de la causa eremítica y contemplativa. Siempre desde el sacrificio. Pero, también es justo decir que, a esas alturas de su recorrido terrenal, Juan de la Cruz ha cuidado enfermos, ha prestado su mano en tareas de albañilería, ha cuidado con mimo huertos y cultivos conventuales… Todo en base al amor que siempre dió y dejó constancia.

Ese mismo año enferma de gravedad con unas severas fiebres, una erisipela y fuerte septicemia siendo traslado al convento de Ubeda, donde sufre, de nuevo, el abandono de los monjes, recibiendo un trato de marcado carácter inhumano, con prohibición de visitas y solo alimentos básicos y poco más.

De tal forma es su capacidad de sufrimiento, en las vísperas de su muerte, que Crisónomo de Jesús Sacramentado relata lo siguiente en el libro «Vida de San Juan de la Cruz«: «El cirujano se ve obligado a sajar la pierna. Sin calmantes insensibilizadores, la tijera va rasgando desde el talón hasta arriba por la espinilla, un jeme largo. Mientras el padre Fernando se estremece solo de verlo, Fray Juan de la Cruz al sentir el prolongado tijeretazo, dice dulcemente al médico: ¿Qué ha hecho vuestra merced, señor licenciado?. Héle abierto a vuestra revencia el pie y la pierna ¿y me pregunta qué le he hecho?«.

Y añade en tan angustiosos momentos en la vida de Juan de la Cruz, tan cercana, ya, la muerte: «Las curas son dolorosas. El cirujano corta pedazos de carne, hurga entre los nervios, quemándole las heridas, mete hilas entre las llagas, deja entrever el hueso. Todo dando «buenas cuchilladas». Mientras tanto el enfermo, con las manos juntas delante del pecho, como acostumbra a ponerse para hacer oración, aguanta con rostro alegre la terrible cura».

 Ya sonaban las campanas llamando a Maitines en la noche del 13 al 14 de diciembre cuando Juan de la Cruz expira acompañado de todos los frailes del convento de Ubeda que, rodeando su lecho, le despiden entonando los fúnebres cánticos del «Miserere«, el «De Profundis«, el «In te, Domine speravi»… Sus últimas palabras fueron: «Hoy estaré en el cielo diciendo maitines».

Una muerte, henchida de dolor y sufrimiento, tal, como relata el padre Crisónomo de Jesús, con todo detalle, que conmovió a numerosas personas y poco a poco, con la colaboración de tantos y tan variados estamentos, divulgaron al máximo su estela y aureola de sabiduría y de santidad.

Un gesto del pueblo llano que logró revitalizar su vida y su obra, mientras sus restos mortales se trasladaban a Segovia donde descansan en un mausoleo convento de los padres carmelitas descalzos que, hoy, lleva su nombre.

Más el clamor popular, la fuerza religiosa y social, la relevancia de sus escritos, la fuerza de su poesía, la historia de su vida, cuajada de ejemplos de sufrimiento y miradas a los cielos, las investigaciones de estudiosos vaticanistas logran que en el año 1665 el Papa Clemente X promulgara su beatificación y que en 1726 Benedicto XIII procediera a su canonización. Asimismo, dos siglos después, en 1926, el Papa Pío XI le proclamó Doctor de la Iglesia Universal.

También es de señalar que por decisión del Ministerio de Educación Nacional es, desde el año 1952, el patrono de los poetas españoles.

Del mismo se lee en el Martirologio Romano publicado en «Catholic.net«: «Presbítero de la Orden de los Carmelitas y doctor de la Iglesia, el cual por consejo de Santa Teresa, fue el primero de los hermanos que emprendió la reforma de la Orden, empeño que sostuvo con muchos trabajos, obras y ásperas tribulaciones, y, como demuestran sus escritos, buscando una vida escondida en Cristo y quemado por la llama de su amor, subió al monte de Dios por la noche oscura«.

Atrás quedaba, además, su obra, la del poeta místico tal vez más fascinante de la historia, catalogada como cumbre dentro del panorama de la literatura renacentista, con señalada influencia bíblica, fundamentalmente de la obra «El Cantar de los Cantares«, obra del profeta Salomón, pasando al grado de uno de los más señalados poetas españoles de su tiempo. Ahí están «Subida al Monte Carmelo«, «Noche oscura del alma«, «Llama de Amor Vivo«, «Cántico Espiritual» y con textos en prosa sobre los mismos. Así como otros Poemas, «Avisos para después de profesos«, una «Colección de Máximas Espirituales«, escritos sobre instrucciones y cuidados espirituales… Una obra, en suma, de un verdadero maestro de carácter espiritual y con una poesía que se debe de definir como un más que señalado sentido y espíritu profundamente lírico.

Siempre, en toda su obra, inspirada en un intenso sentimiento religioso, fruto de una intensa y profunda vida dentro de la orden carmelita descalza, el intento del ascenso místico del alma junto a la perfección de la caridad. Aunque es de señalar que también se conforman poemas tipo bucólico-pastoril y hay críticos que incluyen en algunas de sus poemas un simbolismo sensual.

Una obra, cuajada de sencillez y de la más profunda reflexión, donde figuran versos como cuando clama a voz en grito desde el «Cántico Espiritual«:

Mi alma se ha empleado

y todo mi caudal en su servicio;

ya no guardo ganado, ni ya tengo otro oficio,

que ya solo en amar

es mi ejercicio.

O cuando Juan de la Cruz Yepes Alvarez escribe:

Buscando mis amores,

iré por esos montes y riberas,

ni cogeré las flores,

ni temeré las fieras,

y pasaré los fuertes y fronteras.

O acaso, tal vez, estos extraídos de “Noche oscura”:

¡Oh noche, que guiaste,

Oh noche amable más que alborada:

oh noche que juntaste

Amado con Amada,

Amada en el Amado transformada!

O:

En dónde te escondiste,

Amado, y me dejaste un gemido?

Como el ciervo huiste,

habiéndome herido,

salí tras tí clamando, y eras ido.

O, por ejemplo, esos otros versos que salen de su fuente continuada de inspiración:

La noche sosegada

en par de los levantes de la aurora.

La música callada,

la soledad sonora,

la cena que recrea y enamora.

O en versos del significado como «En aquel amor inmenso«, «Ya que era llegado el tiempo» y un largo recorrido de sensibilidades del místico, del poeta, del sacrificado, del eremita, del reformador, del santo…

El compositor Federico Mompou con «La música callada«, el cantante Amancio Prada con «Cántico espiritual» y el compositor Carmelo Bernaola con «Mística«, entre otros, han puesto música a sus poemas

Asimismo dejar constancia que entre las cientos de biografías y miles de estudios, artículos, ensayos, alrededor de la vida de Juan de la Cruz sobresale la tesis doctoral titulada “La doctrina de la fe en San Juan de la Cruz” que llevara a cabo un joven sacerdote llamado Karol Józef Wojtyla, que alcanzaría el papado como Juan Pablo II y que en 2014 fuera canonizado.

Entre la cantidad de curiosidades alrededor de la vida y la obra de San de la Cruz se señala en algunas de que ellas que, a lo largo de su continuo recorrido entre unos lugares y otros, de aquellos tiempos, hace ya cuatro siglos y medio, llevó a cabo un largo recorrido de más de 27.000 kilómetros, a lomos de una mula y andando, por sus ocupaciones y responsabilidades, en ese supremo esfuerzo por dejar constancia de su impresionante hondura religiosa que, hoy, es ejemplo de una excepcional magnitud y considerandos religiosos en la historia de la orden carmelita.

Un momento para hacer hincapié en las palabras que escribe el padre Eduardo Sanz cuando apunta, textualmente, que Juan de la Cruzfue incomprendido, perseguido, encarcelado y maltratado”.

Finalmente señalar la propia hondura que de Juan de la Cruz tiene Teresa de Cepeda cuando escribe: “No lo entiendo. Espiritualiza hasta el extremo”.

Una santidad, pues, la de Juan de la Cruz, ganada a pulso de su propio sufrimiento, de su coraje, de su amor propio y de su incansable empeño en la fe carmelita y eremita.

Licencia de Creative Commons
SAN JUAN DE LA CRUZ: UNA ESTAMPA DE SACRIFICIO Y ORACION by JUAN DE LA CRUZ GUTIERREZ GOMEZ is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0 Internacional License.

4 comentarios

  1. Leer esta maravilla, para mi es un premio, doy las gracias a Juan De la Cruz pues esto me hace amar más al prójimo, normalmente vivimos pensando poco en los demás, hoy me siento más cerca De Dios gracias a un ser humano que ha compartido una cosa ta bella.

    • Muchas gracias por tu comentario, Marisa, en mi ensayo SAN JUAN DE LA CRUZ: UNA ESTAMPA DE SACRIFICIO Y ORACIÓN, y en el que he tratado de vincular una serie de estampas, quizás nunca mejor dicho, alrededor de San Juan de la Cruz. Una figura notable de la cristiandad y de las letras. Pero he querido poner el acento en una diversidad de aspectos, entre lo curioso y lo ejemplar. Desde la tesis de Juan Pablo II, alrededor de la vida y la obra de Juan de Yepes, como la vida del santo, que luchó lo indecible, así como la severidad de la naturaleza contra san Juan de la Cruz, al final de su vida. Un relato duro y ejemplar. Te reitero mi gratitud. Un abrazo.

      • Me ha entusiasmado leer, y espero seguir haciéndolo con todo lo que escribes, gracias Juan.

        • Te reitero, como siempre, mi gratitud por tus palabras sobre mis artículos, las historias que le dan vida y esos ensayos por los que me adentro, con pasión verdaderamente cacereñista. Y el deseo de que las páginas y el contenido del Blog contribuyan a seguir haciendo, cada día, Más y Mejor Cáceres. Un abrazote. Juan de la Cruz.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.