«La toma de Cáceres» fue el poema con el que el cacereño Juan Luis Cordero obtuvo el Premio de los Juegos Florales de Badajoz el año 1911. Una bella composición, de un magistral poeta y escritor, que pasa revista a la leyenda de la conquista de la historia de Cáceres. Aquel cacereño que comenzó de aperador de carros y que llegó a ser un ilustre y prestigioso escritor y de muy amplia cultura.
Juan Luis Cordero (1982-1953), fue, además, aprendiz de carpintero, peón caminero y secretario de Ayuntamiento, demostró, desde siempre, su inmenso afán por el estudio y la cultura, en cuyos afanes se esmeró al máximo, tal como queda constancia en el transcurso de su vida.
En este sentido es de señalar como escribe: «He construido arados en los tinados anchurosos, he volteado estiércol en las penumbras del establo, he abatido a brazo el trono añoso de la encina extremeña«.
Alcanzó a ser fundador y coparticipar en la fundación de más de una decena de periódicos, dirigió el semanario «El Bloque«, colaboró en diversos diarios, militó en las filas socialistas y defendió las tesis del regionalismo extremeño, llegando a liderar la candidatura de las elecciones generales en el año 1933.
Su firma queda, para la historia, en periódicos como «El Noticiero Extremeño«, «Brisas Nuevas«, que fundara el mismo, «Extremadura Literaria«, que creara junto al escritor y militar Federico Reaño, «El Adarve«, «La Carretera«, que también pusiera en marcha como fruto de su constancia, «Miau«, y otros varios.
En su obra poética destacan libros como «Varias poesías«, con el que dio su primer paso en firme, «Mi Torre de Babel«, «Eróticas«, «Vida y ensueño«, «Mi patria y mi dama«, «La tragedia de un héroe«, «Devocionario de amor«, «Hojas del árbol caídas«… Y novelas como «Almas«, «La Molinera«, «Clara Luna» o «Cosas de la Vida«. Y, también ensayos como «Regionalimo. Problemas de la provincia de Cáceres«.
Por mérito y derecho propio ocupa un lugar de notorio relieve en las letras extremeñas de la primera mitad, sobre todo, claro es, del pasado siglo.
Se alzó con numerosos premios poéticos y literarios como la Flor Natural de Cuenca con «La voz ignorada«, de Ronda con la poesía «Mensaje«, de los Juegos Florales de Cáceres en el año 1946…
Y de su obra un escritor y poeta de la talla de Fernando Bravo y Bravo subraya en la necrológica tras el fallecimiento de Juan Luis Cordero: «Siento que la obra de Juan Luis es carne doliente y espíritu en llamas, con todos los defectos que se quieran o puedan señalar, pero también con todos los innegables, espléndidos aciertos que es de justicia elogiar«.
También Fernando Bravo, amigo íntimo de Juan Luis Cordero, escribe en la misma necrológica que conoce «y bien la tremenda vocación literaria de Juan Luis: tremenda por lo irreprimiblemente fuerte y tremenda por lo duramente fatigosa, eso, nada menos, implica el haber sabido elevarse de simple aperador de carros, desvalido de asistencias, a vate laureado en certámenes y agasajado por los públicos«.
Juan Luis Cordero, escritor vocacional y firme, recio y sencillo, fertil y prohumano, cercano, es de uno de sus hombres comprometidos con la tierra que le viera nacer, que sentía devoción por la gente humilde, enamorado del paisaje extremeñoque presta su apellido al callejero cacereño y que, entre su amplia producción literaria, nos dejé el poema «La toma de Cáceres» que hoy incorporo a la sección ANTOLOGÍA SOBRE CÁCERES, de este Blog,
LA TOMA DE CACERES
(El asunto de esta leyenda está tomado de la tradición acerca de la historia de Cáceres)
I
Mucho la adora su padre
que es moro de estirpe regia,
caid de Castra Caecilia
y de las villas fronteras;
mucho en su cuido se afanan
sus servidores y dueñas
y no hay mancha de nota
que no suspire por ella;
tiene para su regalo
las más costosas preseas
y en su honor se corren cañas
y en su honor se fraguan fiestas.
No es mucho que por su gozo
todos así se entretengan,
que si su linaje es alto
soberana es su belleza.
Es su talle esbelto y grácil
como ondulante palmera
y son muy negros sus ojos,
y son muy negras sus trenzas,
donoso marco en que encaja
su carita de azucena
y su boca que parece
herida recien abierta.
Es una hurí por lo hermosa
y es un ángel por lo ingenua,
encanto de los donceles,
dechado de las doncellas.
Pero es sabido que a veces
las galas y las preseas
no dan el gusto y el regalo
que apetece el que las lleva,
y algo de esto le ocurría
a la mahometana bella,
que no alcanzaba el motivo
de la lánguida tristeza
que la atraía agitada,
absorta, insomne y suspensa.
Fragante rosa en capullo,
virgen muy casta y honesta,
a nadie osaba decir
su malestar y su pena
que al ser ignota la causa
podría envolver afrenta.
En busca de esparcimiento
iba a los jardines ella
y pasaba largas horas
en las torres más enhiestas,
fijando en las lontananzas
su triste mirada incierta
como si –ilusa– pensara
que de ellas, llegar pudiera
la paz que miró perdida,
la dicha que nunca llega.
Fiebra de amor aquejaba
el alma de la doncella
y la inquietud del amor
se parece a la tristeza.
¡Oh, la encantadora hurí,
flor de quince primaveras,
mira en quién pones los ojos
porque amor trastorna y ciega!.
II
Un día al ingente alcázar
llegó un torvo mensajero:
Por las tierras del caid
se entraba Alfonso el noveno,
cuasi huracán que derriba
cuanto se pone a su encuentro.
Triunfante llega el leonés
al frente de sus guerreros,
luego de humillar castillos
y arrasar preciados feudos.
Y cuentan muy viejas crónicas,
que sembraron desconcierto
en el alma del caid
las nuevas del mensajero,
más no así en la de su hija
que mal alguno vio en ello.
A su mirador más alto
subió la mora de intento
por escudriñar el llano
que aún se mostraba desierto.
Una mañana sus ojos
en el horizonte vieron
espesa nube de polvo
que iba avanzando y creciendo;
se oyó gritar de bocinas,
de atambores el golpeo,
loco galopar de brutos
y un vocear descompuesto;
y a los fulgores del sol,
que iba en Oriente surgiendo,
fueron adquiriendo forma
los escuadrones soberbios
en rebrillar fulgurante
de corazas y de petos,
flamear de banderolas,
de penachos y trofeos.
Mucho se holgó la agarena
al ver los nobles guerreros
así que al pie de los muros
plantaron su campamento;
y diz la arcaica leyenda
que al mirarlos tan apuestos
en vez de encontrar temor
halló gran divertimiento.
III
Estando un día la mora
abstraída en su atalaya,
vio en la cercana colina
que hay enfrente del alcázar
un muy gallardo guerrero
que insistente la miraba.
Era un doncel arrogante
armado de todas armas
sobre un fogoso corcel
de piel negra y fina estampa;
y aunque tímida y confusa,
no dejó de deleitarla
la guapeza de aquel porte
y el brío de aquellas armas.
Siguió viéndole a diario
hasta quedar fascinada
y en tan bizarra figura
prenden la vida y el alma.
También el noble leonés
herido de amor estaba
y en las treguas del asedio
constantemente se halla
en la cercana colina
que hay enfrente del alcázar.
Amor tendió un hilo mago
para unir aquellas almas
y se amaron, a despecho
del tiempo y de la distancia.
Y una tarde, un pergamino,
de un agudo dardo en alas,
cayó a los pies de la bella,
mensajero de las ansias
del arrogante doncel
que su hambre de amor se inflama.
Y una que vino radiante
noche azul de luna clara,
salió la mora al jardín
buscando a sus males calma
y un nuevo pliego cayó,
en fina flecha, a sus plantas.
Desapareció la mora
en las frondas encantadas
y en tanto el noble doncel,
fijo en aquellas murallas,
de nuevo esperó impaciente
la aparición de su amada.
Pero de pronto, no lejos
del lugar donde él estaba
se oyó ruido de boscaje
y un leve pisar, las ramas
se abrieron, y al separarse
apareció la más blanca
y radiante aparición
que cabe en cuento de hadas.
Allí estaba la doncella
en busca del que idolatra.
Era, que una galería
oculta, desde el alcázar
hasta las huertas conduce
que hay al pie de las murallas.
IV
Mucho tiempo dura el cerco
sin que ninguno desmaye,
que son bravos los leoneses,
que son los moros leales
y es dudosa la victoria
cuando es reñido el combate.
El leonés y la doncella
siguen sin trabas amándose,
que hasta el jardín del alcázar
por escondidos lugares
llega de noche el doncel
do está su amada esperándole
y ajenos a toda cosa
ven transcurrir los instantes,
entre muy dulces coloquios
y caricias inefables.
En cierta noche,a la cita
acudió el cristiano, grave;
y en parecidas razones
dialogaron los amantes:
— ¿Qué le pasa a mi guerrero?
¿cómo austero
viene a su agarena fiel
¿Por qué mira severo
mi doncel?
— No es desvío, mi agarena,
una pena
traspasa mi corazón;
¡tengo un pesar que me llena
de aflicción!
— ¡Oh, mi dueño bien amado!
¿he causado
por desdicha, tal pesar
Esa pena. ¿no me es dado
desterrar?
— Han causado mis dolores
tus amores,
oh, mi agarena gentil.
Tornar puedes mis alcores
en pensil.
— ¿En qué te ofendió tu mora,
que te adora?
¿Cómo alegrarte podría?
¡Hasta la vida, en buena hora
te daría!
— No es tu vida lo que quiero,
mi lucero,
que solo anhelo tu bien;
lograr las llaves espero
de tu edén.
Quiero sin trabas arteras
ni barreras,
llegar a tu oculto lar,
por quererte y que me quieras,
sin dudar…
— ¿Qué me pides, mi cristiano?
inhumano,
¿quieres que falte a mi ley?
¿quieres que ponga en tu mano
a mi grey?
— ¡Agarena!
¡tu negra duda envenena
la hidalguía de mi amor!
tu agravio colma mi pena
al calcularme traidor.
— Sangre de nobles leales
a raudales
en mis venas siento arder,
y no saben mis iguales
sus designios esconder.
— Adiós, para siempre; no quiero
amar a quien, inconstante,
duda de mi fe de amante
y mi honor de caballero!
Y al decir estas razones
hizo ademán de marcharse
el cristiano, más la mora,
vertiendo llanto a raudales,
por no perder su cariño
puso en sus manos las llaves.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mora bella, mora bella,
la de rizos de azabache,
la de talla de palmera,
la de carita de ángel;
mira que labras la ruina
de tu pueblo y de tu padre.
V
Luctuoso despertar
fue el despertar de la plaza.
Pérfidas y viles fueron
del cristiano las palabras.
Por la oculta galería
entró la hueste cristiana,
degollando a los leales
servidores del alcázar
y clavando sus banderas
sobre las torres más altas.
Y cuenta la tradición
que la bella mahometana,
no tuvo un solo reproche
para el que así la burlara.
Pero el caid iracundo,
al saber que la causa
del grave mal que le agobia
el bien que tanto idolatra,
así dijo: «Maldición
sobre tí, mujer liviana,
a quien engendré en mal hora
para oprobio de mi raza!
¡Alah permita que vagues
en torno a estas murallas,
hasta que la media luna
brille otra vez en mi alcázar,
hasta que caigan las cruces
que hoy mis estados profanan
y vencedores y altivas
fulguren las cimitarras
que hoy se abaten por tu culpa
al peso de una sechanza.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Y es fama que desde entonces,
en las noches solitarias,
sobre las frondoas huertas
pulula una forma blanca.
es el alma de la mora
que, triste y dolida, vaga
hasta que a Castra Caecilia
recobren las cimitarras.