VALERIANO GUTIERREZ MACIAS VISTO POR SOLÍS AVILA

Paseo en esta mañana dominical de otoño, con sabor a colores que van impregnando de sensaciones inmensas, la tierra parda, como un multicolor arcoiris. Como pirámides de belleza se conforman en la inmensidad de expresiones pictóricas que emanaban del dulce sabor de la creatividad figurativa y realista, de los pinceles, de la paleta, de los lienzos de Antonio Solís Avila. Un genuino pintor de pura raza cacereña que, aquel día, hizo un retrato de Valeriano Gutiérrez Macías…

Eran dos extraordinarios amigos unidos por la identidad de ambos, a pesar del flujo generacional entre ambos. Pero las había puesto en contacto la identidad cultural de Cáceres en aquellos difíciles tiempos.

Valeriano Gutiérrez Macías, por Solís Avila.
Valeriano Gutiérrez Macías, por Solís Avila.

Don Valeriano cabalgaba en la senda de la geografía cacereña, incrustrado en esa perspectiva de la esencia del escritor, del investigador, tamizando las idiosincrasias y las fenomenologías de  Cáceres en numerosos ámbitos: La historia, las letras, sus preclaras gentes, el rigor etnográfico, el saber y el sabor de las raíces populares. Mientras que don Antonio (Solías Avila, claro), plasmaba su fuerza y su genio en el ámbito de la pintura por los madriles.

Ahora este modesto escritor hilvana cuando recuerda aquellas estancias de don Antonio, o «el maestro y artista de calibre excepcional«, que solía comentarnos don Valeriano, cuando el pintor se acercaba por Cáceres y se llegaba hasta el domicilio familiar. O viceversa. Cuando mi padre viajaba hasta Madrid, en su múltiple agenda, solía figurar «un salto para acercarme a ver a don Antonio«.

Don Antonio y don Valeriano cultivaron una muy buena relación al calor de la comunión entre el pintor, siempre luciendo en el alma el nombre de Madroñera, de Cáceres, de Extremadura. Compartían raíces cacereñas con sabor a pueblo y pequeña capital de provincias, como compartían sensibilidades culturales, entretenidas y profundas charlas ante un café. Algún día, quizás, relate alguna de ellas por su peculiaridad.

Antonio Solís Avila (Madroñera, 1899-1968) disfrutaba pintando. Al alba, al anochecer, con el largo recorrido que le llevaba desde las galerías de arte y los focos y órbitas y mecas de la pintura hasta su pueblo y municipios colindantes, cuyas veredas, personajes, estampas de caza o de fiestas tradicionales recreaba con esa elegancia, sencilla y perpetua, que le distinguía sobremanera. No pareciera sino que Solís Avila no paraba de pintar y de perfilar y de puntualizar hasta el más mínimo detalle de su personalidad…

Todo un pintor cacereño de notoriedad, presidido por el sentido figurativo y realista, tal cual, que se pespuntean por las campas cacereñas de siempre. Apunta un servidor que la tierra cacereña se abre como una gigantesca atalaya de colores por estas tierras cacereñas, donde se combinan, con fuerza romántica y sentimental, los ocres con los amarillos, tal vez desvaídos, los rojos silvestres con los morados que abren un horizonte de multiplicidad de tonalidades. Siempre, por allá y acullá, todo tipo de verdes y de azules. Verdes pálidos de adioses semimoribundos, verdes fuertes de lluvia y crecimiento, verdes que emergen hacia la fecundidad, verde, decía el poeta, que te quiero verde… Y, más allá, juntándose en el confín de los horizontes, un puñado de azules: Nostálgicos, los unos; asaetados por brumas nubosas, otros; azules intensos como la mar cuando se abren, pareciera, los cielos y se despeja la vista hasta el infinito y más allá…

Quisiera creer que el lector interpreta que Antonio Solís Avila fue producto de una fuerza interna del color… Y, si lo mezclamos con la esencia de la semilla que germina en la tierra cacereña, y su dominio magistral del compás que se llega hasta el lienzo, pues resulta, sencillamente una obra que culmina la perfección de la intelectualidad, magistral del pintor, siempre con una cara de expresiva humildad, con ese aire de pueblo que nunca quiso abandonar… Un día le comentó a don Valeriano a este propósito:

— ¿Y para qué cambiar la cara con la que nos nacieron en nuestros pueblos, que llega cuajada de fuerza en los brotes de la tierra?

El articulista y escritor se quedó así como «in albis«. Esto es, más despistado, como se solía decir, en aquel entonces, que un pato en alta mar o que una gallina en un baile… Don Valeriano le dio un suave y cariñoso golpecillo a su vástago en el cogote y apuntó:

— ¡Juanito, apréndete estas descripciones de don Antonio, que son lecciones magistrales de vida, de un hombre espiritual y siempre con la raíz del pueblo, como homenaje a aquellas casas y parajes por los que le nacieron…!

"Mujer con pañuelo blanco", de Solís Avila.
«Mujer con pañuelo blanco», de Solís Avila.

Hoy, al hilo de este ensayo, he de dejar constancia, aunque ya lo han hecho decenas y decenas de críticos de arte y expertos, que don Antonio era, fue, es, un artista de gran capacidad realista, ensimismado por el aire regionalista, enamorado de la tierra que le viera nacer, la localidad cacereña de Madroñera,

Triunfando en Madrid pintaba de modo permanente los campos, las honduras de los horizontes, la penetración de los paisajes que se descubrían en aquel entorno, siempre palpitante y genuinamente bello, que se arracima por Madroñera, Garcíaz, Almoharín, Logrosán, Zorita, Casas de Don Antonio…

Poco a poco fue incrustando sus trabajos, sus dibujos, su fertilidad en una larga en revistas nacionales de un más que notorio prestigio: “La Esfera”, “Mundo Gráfico”, “La Acción” «Blanco y Negro«, “Mundial” y “Alma Ibérica”. Hasta que el correr del año 1924 se le abren las puertas del periódico ABC,

Es de señalar que la fuerza, el ímpetu, la sobriedad y la riqueza de sus cuadros le encaminan a ser conocido en Madrid, la capital de la nación y la gran meca del arte, como pintor de paisajes extremeños. Entonces, claro es, por supuesto, ya comienzan a correr las exposiciones, los galardones, como por ejemplo, sin ir más lejos, el de la de la Bienal de Pintura de Venecia, de los reconocimientos que abandera su obra.

En 1955 Valeriano Gutiérrez Macías escribe en ABC que «apasionado del paisaje cacereño y amante de su tierra, Solís Avila ha sabido apropiarse de la luz de Extremadura«. Una definición, que, más allá de que el autor de la misma sea el progenitor de mis días, resulta acertada. Mejor aún, muy acertada. señalando que en sus acuarelas y óleos aparecen «viejos rincones, casas vetustas, antañonas iglesias, calles estrechas, ángulos y detalles de las ciudades monumentales de Turgalium y Norba Caesarina«.

Mi madre, Adoración Gómez Sánchez, en un extraordinario retrato de Solís Avila.
Mi madre, Adoración Gómez Sánchez, en un extraordinario retrato de Solís Avila.

… Y, de repente, cualquier día de aquellos, con un cafelito al medio, entre la suave serenidad de la charla amiga, y el camino de la nobleza entre sus miradas, don Antonio le propuso a mis padres que posaran un rato para proceder a un retrato e inmortalizar sus rostros.

Los dos retratos, en un corto segmento del tiempo de riqueza en el creador, siempre, por otra parte, iluminado, son dos obras de arte humano y familiar que se guardan, claro, no en un rincón del alma, aquella balada que cantara Alberto Cortez, sino en todos los rincones del alma de la familia Gutiérrez Gómez cuando los mismos, debidamente enmarcados, adornaban las paredes del salón comedor… Acaso, quién sabe, imantando un haz de luces y de enseñanzas…

Solís Avila aprendió de sus soledades contemplativas y reflexivas por los campos de Extremadura, por el vaho, el aroma, la percepción del rumor de la naturaleza, el correr del viento, la mezcla y explosión de colores, el estudio psicológico de los rasgos del rostro humano de la gente de la tierra: «El tío Tarrara«, «El cazador furtivo«, «El pastorcillo«, «La mozuela del cántaro«, son, ni más ni menos, qué curiosidad popular en los pueblos de la Extremadura Alta, lo pintoresco de tales identidades con los que denominaba algunos de sus cuadros…

El Museo Pedrilla, de Cáceres, cuenta con una relevante obra de don Antonio Solís Avila, un pintor cacereño sencillamente magistral, que, desde la humidad, la naturalidad, la sencillez, la cultura y la elegancia, supo abrir las puertas de la mayor y de la mejor expansión de las gentes, de los pueblos, de los campos, de las escenas tan humanas, familiares y expresivas de los pueblos de Cáceres.

Algo que, honradamente, le hemos de agradecer infinitamente. Sobre todo para que desde esos lugares de culto que existen en los senderos de la cultura cacereña se pudiera posibilitar la divulgación de un nombre de oro por las calles y plazoletas de todos los pueblos y ciudades de la geografía altoextremeña.

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