UNA LAVANDERA LLAMADA LA FARRUCA

Aquellas sufridas lavanderas quedan almacenadas en las páginas de la historia conformando una estampa ejemplar en el Cáceres de Aquellos Tiempos, dejando una estela de fortaleza, dureza, crudeza y sacrificio. Entre tantas y tantas se encontraba Vicenta Polo Salgado, «La Farruca». Aquí os dejo mi artículo «UNA LAVANDERA LLAMADA LA FARRUCA», que hoy, 23 de abril de 2019, aparece publicado en el periódico digital extremeño «REGION DIGITAL».

Vicenta Polo Salgado "La Farruca", en el último año del lavadero de Beltrán.
Vicenta Polo Salgado «La Farruca», en el último año del lavadero de Beltrán.

La Farruca, (Cáceres, 1907-1989), era hija de Andrés, que vivía de su trabajo como hortelano, y de Juliana, que se dedicaba las múltiples labores, trajines, afanes y esfuerzos derivados de las tareas de las amas de casa de Aquellos Tiempos.

El apodo con el que era conocida la familia en todo Cáceres, el de Farruco, proviene de la familia paterna y a quienes apodaban con tan curioso apelativo, el de farrucos, tanto por su carácter como por su temperamento.

Un carácter y un temperamento al que Vicenta Polo Salgado hacía honor siendo una mujer echada para adelante, dicharachera, con genio y con ingenio a la vez, con una lengua mordaz y adelantada a su época. Vicenta era la segunda de cuatro hermanos, junto a Francisco, Fernanda y Paula, y que se criaron en aquel hogar de tantas dificultades y adversidades pero que, eso sí, rebosaba de cariño y de paz familiar.

Estado actual de la casa en la que nació y vivió siempre la lavandera cacereña La Farruca.
Estado actual de la casa en la que nació y vivió siempre la lavandera cacereña La Farruca.

La Farruca nació en el número 24 se la calle Picadero, cuya imagen se puede apreciar a la izquierda de estas líneas. Desde niña aprendió a saber de las dificultades, necesidades y carencias en la casa familiar, lo mismo que oía el toque de las campanas de Santiago unas veces llamando a la misa insistentemente y otras doblando por algún difunto, también el crotorar de las cigüeñas y la música de cornetas y tambores de las solemnes profesiones en las madrugadas de la Semana Santa Cacereña. También escuchaba las voces de los vendedores ambulantes, pregonando sus mercancías, picón, dulces, arena, suero, melones, sandías, tomates, piporros…

Su familia, como las de todas las lavanderas, pertenecía a la clase trabajadora y llevaba una vida dura, con bajos jornales y frecuentes temporadas de paro. En algunos casos las viviendas eran compartidas por varias familias, que se decían moradores, incluso con cocina común. Pero la casa de Vicenta estaba habitada solo por ellos, disponía de un amplio zaguán, cuatro habitaciones una espaciosa cocina y, también, contaba con una cuadra y un pajar, pues debido al trabajo de su padre en el campo necesitaban una caballería.

Por su condición social nuestra protagonista no pudo asistir, lamentablemente, a la escuela, encontrándose en la obligación y en la necesidad, desde muy pequeña, de prestar su mayor y mejor colaboración a las tareas domésticas, junto a su madre…

Por lo que se vio obligada de ayudar a su madre en esa serie de funciones ayudando a su madre como suponían las de ir con el cántaro a por agua a la fuente, aprender a cocinar, a coser y demás labores.

A pesar de los defectos de la fotografía, creemos que merece la pena su publicación por conformar un primer plano de la misma.
A pesar de los defectos de la fotografía, creemos que merece la pena su publicación por conformar un primer plano de la misma.

No obstante lo anterior y con el fin de ganar unas pesetas y aportarlas al desarrollo de la economía familiar desde muy joven comenzó a trabajar como lavandera para conocidas familias cacereñas como las del conocido locutor Cayetano PoloPolito”, los Acha, los Donaire y Juanita Franco, entre otros, recorriendo durante muchos años el largo camino entre su calle y el lavadero de Beltrán, situado en los regajos, antigua carretera del Casar de Cáceres, que debe su nombre a José Beltrán, un riojano que llega a Cáceres en 1901. Todo un largo trayecto que llevaba a cabo con la rodilla para cargar la cabeza con el barreño de cinc, el batidero, dos cubos, uno con ropa y otro con el jabón casero y comida, y el rodillero de madera con una almohadilla de trapos viejos, lo mismo en mañanas gélidas, con pilas cubiertas por láminas acristaladas de hielo, calentando agua para evitar los sabañones; que en días de calores sofocantes… Cuando hacían un alto en el camino solían tomar conservas sobre todo sardinas o caballas, algún chorizo, patatera y queso fresco o añejo.

En una diversidad de ocasiones aquellas caminatas, entre su casa en la calle Picadero y el lavadero de Beltrán, a Vicenta se le hacían casi interminables, muchas veces cansada por el peso y la incomodidad de los acarreos. Un recorrido que en ocasiones hacía con el cielo cubierto de nubes ligeras o pesadas, blancas o grises que amenazaban lluvia hasta que de repente el cielo se vaciaba a cantaros. Otras eran mañanas gélidas en las que el aliento formaba una pequeña nube, un halo que se diluía en el aire y encontrándose con las pilas que aparecían cubiertas por láminas de hielo que semejaban cristales. Entonces había que encender la lumbre y calentar agua para evitar la aparición de los temidos sabañones, que enrojecían sus manos, y que curaban con remedios caseros y con hierbas del campo con propiedades medicinales. Sobre todo con friegas de alcohol de romero…

También había sofocantes días de verano, cuajados de polvo y de dureza en el campo, viento solano y monótono canto de chicharras y tórtolas en los olivares cercanos, que solían terminar en retumbantes tormentas, por lo que con los trastos en la cabeza y en las manos y marchando a paso ligero había que volver a casa o pasarla cobijada bajo el sombrajo, pero igualmente había tibias y claras mañanas de primavera, con ciruelas, naranjas y membrillos en flor, olor a habas en los huertos poleos en los regatos, y el canto del cuco. Unos días en los que Vicenta comentaba que “daba gusto y hasta el trabajo parecía más ligero”. Y siempre, al fondo, se divisaba de pleno la hermosura de la ciudad de Cáceres, en el que todos los días, desde todas las vistas y a todas horas, a Vicenta le parecía precioso, “toda una belleza y toda una maravilla”, repetía, con sus torres recortadas en el cielo y al final, sencillamente, ni más menos, la Montaña, con la Virgen, la Patrona de Cáceres, velando por sus hijos.

Un trabajo de lavandera que compartía con la Forosa, Dolores, la Tórtola, y muchas más, y en el que nunca faltaba, eso sí, lo que era una buena lumbre siempre encendida con el puchero de café, que ofrecían a todos aquellos que por allí se acercaban.

Asimismo a Vicenta le gustaba también las sopas que ella misma se preparaba en un infiernillo, las pringás, la patatera, el café migao, el queso fuerte, el gazpacho de poleo, las sopas de tomate siempre con sardinillas o con higos, las roscas de alfajor…

El Cáceres de aquellos tiempos es pequeño y provinciano y vive apegado a sus costumbres, en calles tan populares como Caleros, Picadero, Tenerías… Habitadas por cacereños de pura cepa, que conservaban la esencia del pueblo, donde se compartían muchas tertulias y se celebraba la Nochebuena con reuniones familiares y amigos en los zaguanes de las casas, para cantar villancicos y romances como “Madre a la puerta hay un niño”, “El pájaro pinto”, “Moralinda”, acompañado de zambombas y almireces, saboreando polvorones y rosquillas, sin que faltase la botella de anís y aguardiente.

En el zaguán abovedado de la casa de Vicenta, amplio y acogedor con butacas de mimbre se celebraban, además, reuniones tanto familiares como amigas.

La Farruca, a la derecha, con su hermana Paula, en una romería cacereña.
La Farruca, a la derecha, con su hermana Paula, en una romería cacereña.

Dada la influencia de la religión en la cultura popular, eran muy concurridas las fiestas en honor a algunos santos: San Blas, Las Candelas, Los Mártires o el Nazareno, instalándose mesas de ofrendas con productos regalados por los devotos, hechos en casa, dulces, vinos, palomas, conejos, tórtolas, gallos, embutidos, etc, que eran subastadas con gran participación del público que rivalizaban por ver quien subía más el precio del objeto pujado.

Igualmente eran días grandes en la primavera cacereña las romerías de Santa Lucía y Santa Olalla, esta última muy bien recogida y relatada por Miguel Muñoz de san Pedro, con gran asistencia de gente “alta”, con carros entoldados, mozas de campuzas y mozos en sus jacas atravesando los campos de las minas y la “Enjarada”, bailes en la explanada y puestecillos de naranjas, vinos y turrones.

Las clases pudientes solían tener lujosos coches de mulas, conducidos por sus cocheros, con los que paseaban los domingos por la carretera de Mérida, iban a las romerías y se desplazaban a sus fincas. En Carnavales, Ferias y otras fiestas importantes había bailes populares y más selectos en el Círculo de Artesanos y en el Círculo de la Concordia. Unos tiempos en los que al Cáceres de entonces también llego una novedad el foot-ball que, según se comentaba en los corrillos populares, un juego importado de Inglaterra, disputándose el primer partido dentro de los festejos de las Ferias y Fiestas en el 1909 y, curiosamente, en la plaza de toros.

Debido a su trabajo Vicenta no pudo participar apenas en la celebración de estos festejos, lo que no optaba para que la misma, en base a un gran amor propio y capacidad de esfuerzo y sacrificio, lo que llevó a cabo siempre, continuara desempeñando, día a día, constantemente, su trabajo de lavandera, de un modo esmerado y buscando, cada día, más familias a las que la lavar la ropa.

Lavanderas, en todo caso, que multiplicaban una tarea tan severa y dura porque las necesidades familiares, acorde con la época, así lo requerían.

Sus tiempos libres, que también eran importantes, por lo que suponía de descanso, eran simples y casi siempre gratuitos, y que ocupaba, preferentemente, en pasear con sus amigas por la Plaza Mayor, por las Afueras de San Antón, ya Paseo de Cánovas y por El Arandel, a veces asistía al cine instalado en la Plazuela de San Juan, hasta que se inaugura el Gran Teatro el 23 de Abril de 1926, siendo un éxito, con lleno rebosante.

En el buen tiempo Vicenta y sus amigas visitaban las huertas de la Rivera, con casitas pequeñas y fachadas emparradas, donde eran obsequiadas por las amigas y hortelanos con frutas de la temporada, higos, uvas, membrillos, granadas y alguna que otra naranja… Posteriormente, al caer la tarde y con el encendido de las mortecinas farolas de las esquinas llegaba la hora de regresar a casa.

Estas huertas eran trabajadas por familias de tradicionales hortelanos como las de los Periquenes los Brillo, vecinos de la calle Trujillo y propietarios de la huerta de la Merced. Esta huerta, por cierto, debe su nombre a un privilegio o merced otorgado a su dueño por IsabelLa Católica”, en una sus visitas a Cáceres, al haberle ofrecido éste una hermosa cesta de fruta. Esta merced consistía en disponer de más agua y horas de riego que el resto de vecinas de la Rivera.

Los productos de estas huertas se vendían en la Plaza Mayor donde una pequeña Vicenta ya acompañaba a su madre para abastecerse de lo necesario, aunque en 1884 se había construido un pequeño mercado, con reducidas casetas de techo de zinc, que solo se usaba para la carne y el pescado. Hasta que en 1931 se construyó el mercado en el foro de los Balbos que todos conocimos, por lo que hasta entonces se instalaban al aire libre además de los hortelanos silleros del Casar, zapateros de Torrejoncillo, alfareros de Arroyo de la Luz, vendedores de cereales y quesos frescos de cabra…

Otro tipo de alimentos que compraba la Farruca los adquiría en los ultramarinos, con nombres tan conocidos como los Campón y los Siriris en la Plaza de las Cuatro Esquinas. Asimismo Vicenta hacía las compras en una tiendecita en la Plaza de Santiago que atendía la señora llamada Clarita. Existía por aquel entonces un método de compra usado por las clases más humildes. Se trataba de ir apuntando en una libreta lo comprado durante la semana y llegado el viernes que era el día que Vicenta cobraba el jornal procedía a pagar religiosamente. Y es que la Farruca comentaba que quien debe y paga no debe nada.

Vicenta también era muy aficionada y disfrutaba de las Ferias cacereñas de mayo, y a cuyos acontecimientos populares acudía con su hermana Paula, donde le atraían los puestos de peladillas, calabazate, turrón, garrapiñada. Y si los bolsillos se lo permitían tiraba de los dulces feriales y, también, de alguno que otro y que solía comprar en “La Mallorquina”, aunque la mayoría de las veces tendría que conformarse con un paquete de raspaduras, recortes de distintos dulces, que le gustaba merendarse en un tazón de café en momentos de descanso y placer.

Durante las noches estivales y para combatir las altas temperaturas veraniegas Vicenta, la Farruca, salía a la puerta de su casa con la silla de enea, buscando un poco de frescor y, al tiempo el sabor de las comidillas vecinales pegando la hebra, a la muy débil luz de las farolas y a la muy clara y plateada luz de la luna que hacía resplandecer, siempre, las fachadas encaladas.

Vicenta también se distinguía por ser una mujer muy rigurosa en sus labores, en sus afanes, en sus cometidos, en sus tareas, en sus horarios. Lo que hizo de ella una de las lavanderas más afanosas de Cáceres, aunque este calificativo se podía aplicar a todas ellas, tal como nos consta a lo largo de los estudios e investigaciones que llevamos a cabo alrededor de las lavanderas cacereñas.

A pesar de su delicada salud, puesto que Vicenta era asmática, la misma no se privó de nada, repitiendo, con humor y humildad, que “muera el gato, muera harto”. Fruto de sus esfuerzos y de sus ahorros, de toda la vida, pudo ver cumplido uno de sus sueños de siempre. Y que era el de adquirir, junto a su hermana Paula, la casa familiar en la que vivió desde siempre.

La Farruca, una esmerada lavandera con más de 50 años desempeñando esta dura tarea, que siguió, luego, con otro empleo como cuidadora de mujeres mayores prácticamente hasta su fallecimiento.

Toda una vida de una intensidad de sacrificios, los de Vicenta, la Farruca, y todas las lavanderas cacereñas, quedando para la historia la estatua que se alza en la Avenida de las Lavanderas, en homenaje de reconocimiento y gratitud a los esfuerzos de tan reconocidas mujeres, obra de Antonio Fernández Domínguez, con el rostro curtido de dureza y de facciones cruzadas de una vida dura en extremo.

Dejemos constancia finalmente, aunque solo sea para el anecdotario,  que desde épocas antiguas las lavanderas eran causa de conflictos que hacían intervenir al Ayuntamiento. Unas veces con vecinos y aguadores cuando llenaban sus cántaros, otras al ensuciar el agua y otras por gastar tanta cantidad que en épocas de sequía casi agotaban los manantiales.

 

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6 comentarios

  1. Fátima Santos Santos.

    Esta mujer, menudita y con gran aguante físico, venía con su cesto a la cabeza desde las casas de “sus amos”, donde recogía la ropa para lavar, hasta el lavandero de Beltrán, en la carretera del Casar, algunos kms de distancia, nunca la escuché quejarse de cansancio ni pereza de su trabajo, su pila, donde lavaba la ropa, era la primera de la fila, a la izquierda del lavadero, y la más cercana a el caminito del pozo, justo al lado de los chabarcones, donde se echaba a el febrero cuando el tiempo por estas fechas era propicio para su trabajo, pues el pelele en cuestión, no siempre era quemado, pues muchas veces lo vi, descomponiéndose en mitad del agua. Le gustaba el café negro, que bebíamos en los vasos de la leche condensada, brillantes como plata recién pulida, que se fregaban con estropajo de esparto y asperòn”, en muchas ocasiones acompañado de pringá frita , no en aceite… si no en la grasa del tocino derretido, y como anécdota, os diré que no la sacaba de la grasa una vez frita, si no, que separaba la sartén con patas de la lumbre, y la dejaba por un rato dentro, para que se empapara bien de la grasa, que así le gustaba. Mujer con suerte en la lotería de los ciegos…. a la que jugaba su numerito y cambiaba por otro, con el reintegro del n del día. Muchas anécdotas recuerdo de ella, valgan estas aquí escritas para su memoria y recuerdo.

    • Muchas gracias, estimada Fátima, de todo corazón, por su extraordinaria y valiosa aportación a mi trabajo UNA LAVANDERA LLAMADA LA FARRUCA, en el recuerdo a aquellas impresionantes mujeres de tanta valía, de tanto corazón y de tanta alma, cuajadas de fuerza, de ánimo y de esfuerzo para allanar el camino de las familias. Y mujeres, al tiempo, que dejaron una constancia expresa tan grande que ahí está, en el recuerdo para el Gran Libro de la Historia de Cáceres, la Estatua a las Lavanderas, y en la que se homenajea a todas ellas y que tanto y tanto y tanto contribuyeron, a su modo y manera, con su tributo de un enorme trabajo, en el recorrido de los caminos de Cáceres. Le mando un correo aparte y privado. Y con mi agradecimiento, amiga Fátima, un gran abrazo. Juan de la Cruz.

    • Teresa muñoz delgado

      Gracias por sus Comentarios sobre mi tis, yo no hay in día que no me acuerde de ella era una gran mujer siempre vivi con ella hasta que murio, en algunas ocasiones la echo de menos, yo hiba con ella al lavandero cuando mi madre me dejaba, era otra epoca mucho mas humana que la de hoy

      • Muchas gracias, querida Teresa, por su comentario, por sus testimonios y su admiración y pasión por la labor de las Lavanderas cacereñas, representadas, en este caso, por su tía-abuela. Esa admirable mujer que fue Vicenta Polo Salgado, La Farruca, en este homenaje de gratitud a todas ellas, y que se dejaron el alma por sus familias. Un abrazo. Juan de la Cruz

  2. A través de la vida de Vicenta, la Farruca,conocemos el día a día de estas humildes mujeres que perteneciendo a nuestro entorno familiar,nos facilitaron la vida realizando un duro trabajo,que pocas veces fue reconocido y valorado.M

    • Muchas gracias, querida Lola, por tu comentario, pleno de conocimiento sobre Aquellas Mujeres, las Lavanderas cacereñas, todo un esmero en sus múltiples y dificultosas tareas. La Farruca, tal como podemos ver, es un ejemplo, como el de tantas y tantas lavanderas, que se sacrificaron al máximo para sacar las familias adelantes. Y entre todos, unos y otros, se iba haciendo poquito a poco, cada día, Más y Mejor Cáceres. Más, aún, en Aquellos complejos tiempos. Hoy, pues, con mi gratitud por tu comentario, va por ellas, mirando, con verdadera sensibilidad, a aquella estatua que un día, afortunadamente, se erigió en honor de Todas Ellas. Mejor, con mayúsculas. Un abrazo.

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